Alberto Constante
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Orfeus





Cuando se tiene que luchar con lo remoto y elusivo del tiempo, existe la necesidad de hacer algunas consideraciones por medio de las cuales la inevitable trama de la historia se nos aparezca menos intrincada para el tiempo en que llega a nosotros. La historia nos trae muchas voces de antaño en las que se prefiguran mitos y mitos en el sentido más fuerte de la palabra, es decir, formas arquetípicas que no se conforman con expresar con tino una perspectiva o una condición del ánimo en determinado momento histórico, sino que se instalan para siempre en el paisaje subjetivo como referencias permanentes con las que el espíritu de cada hombre en cada época a partir de entonces tendrá que medirse. Estos mitos se caracterizan por ser literalmente inolvidables, incompatibles de una vez por todas con el olvido: se disfrazan, se metamorfosean, adquieren rasgos patéticos o cómicos, ilustrados o populares, pero vuelven siempre: forman parte definitivamente de nuestro destino.

    No sabríamos prescindir de ellos ni podríamos ser sin su ayuda. Ellos son lo que quedará de nosotros. Del Renacimiento a nuestros días, la literatura sólo ha dado unos cuantos mitos, digo, aunque hayan quedado muchísimos personajes más o menos memorables. Mitos son Robinson Crusoe, Don Quijote, Don Juan, Romeo y Julieta, Otelo, Fausto..., dudo que muchos más. En el pasado, en ese pequeño pedazo de tiniebla griega, como lo llamó el divino Borges, existen muchos personajes que habitan en esa región que oscila entre la literatura y la leyenda, entre la religión y el mito mismo. Muchos personajes se han hecho tema de leyenda porque, como Mahoma, han sido fundadores de una gran religión; otros porque, como Alejandro Magno o el Rey Arturo, han suscitado la imaginación de poetas y artistas.

    El aislamiento que todo lo inventa, la nobleza que todo lo imagina, el deseo que todo lo pierde, el amor que todo –hasta la muerte misma- vence, y Orfeo. Orfeo es solitario, inventivo, noble, legislador y, sobre todo, un músico, un gran músico. La sugestión de Orfeo ha sido siempre mucho más universal que la de la mayoría de las otras grandes figuras de leyenda. Algunos lo reverenciaban como fundador religioso; otros, han visto en la magia de su música y en su trágica muerte, un rico material para el ejercicio de la destreza artística.

    Podemos decir de Orfeo que todos le escucharon nombrar por épocas enteras y aún en el Antiguo Testamento se le equiparó a la imagen de David, el humilde pastor que tañía entre las ovejas y las fieras del desierto sugiriendo, al mismo tiempo, la profecía del león y del cordero tendidos juntos. Su existencia pervive en aquellos datos históricos que han llegado hasta nosotros en forma de un sello o amuleto que se guarda celosamente en el museo de Berlín y que se data en el siglo III o IV d.C. en el que muestra a un hombre crucificado. Sobre la cruz hay una media luna y siete estrellas y abajo, transversalmente, la leyenda de Orfeo Bakkikoc, sin duda, una obra de alguna obra gnóstica con sincretismo de ideas órficas y cristianas.

    De él tenemos una geografía pasional, un reto a las fuerzas subterráneas del inframundo, la perplejidad de un deseo inconcluso, de un sueño jamás cumplido, de la realización del amor ahogada por la premura de la mirada; de él tenemos los ritos de Samotracia y los de Eleusis; unos orígenes que se remontan a Apolo y a Dionisos, el mainómenos Dionisos de Homero; un cuerpo mistérico del que apenas hemos podido atisbar algo, tan poco que aún permanecemos como en la noche de los tiempos, cegados por la deslumbrante luz de su presencia en el mundo; quizás de él apenas conozcamos ese oscuro mito tan lleno de simbolismo y sea el que más se ha acercado a nosotros en una forma desgarrada de su propio canto. Orfeo ha desempeñado muchos papeles en su tiempo, según el punto de vista religioso del autor que escribía acerca de él. A fin de cuentas, todos los mitos tienen su lado de luz y su lado de sombra, su lado oscuro y su orgía mistérica, pero sólo Orfeo reclama explícitamente el lado oscuro.

    La divinidad de Orfeo era de rango menor. Él no figura entre los doce principales del Olimpo, y aunque es de buena familia, se distingue de casi todos los dioses mayores y menores por estar en demasía cercano a los hombres. Posee el don de un saber del pasado, de lo que sucede en el presente en lugares remotos y acaso mayor desventura: del futuro. Porque la temporalidad es ambigüa como el hombre. El tiempo presente nos muestra dos caras: En rigor, no mira hacia el pasado y el futuro, sino que los contiene: el presente tiene cara de pasado y de porvenir. Sin estas otras dimensiones del tiempo no se puede constituir un presente. Existencia es promoción o proyecto. Actualidad es actividad: la agonía tiene una dirección que apunta al futuro. Pero hay que reconocer que el proyecto apunta también hacia el pasado. Por su intención de lograr algo distinto, lo tiene presente.

    Pero todo el mundo sabe que el presente es fugaz. Asombraría decir que el presente es fugaz porque es pasado; que el futuro arrastra el pasado, lleva consigo un presente que ya no es. El presente es una composición inestable, cuyos componentes son nuevos cada día, cada momento. Los cambios de Orfeo son improductivos. Él es el Infalible respecto del tiempo: él sabe del pasado, presente y futuro. El saber es otra cuestión.

    Porque el hombre ha de ser proyector de su vida, porque carece de aquella divina virtud de la infalibilidad, sabe del tiempo, pero no lo descifra. Si tuviera el don del vaticinio, sólo tendría que decidirse una sola vez en la vida: la primera sería la última. Su temporalidad es, pues, aquella carencia, a la cual pone remedio con la memoria, la tradición y la leyenda, el mito y la historia, que son medios de conservación, de retención del pasado en el dominio de lo sabido. Tampoco de lo presente posee un saber completo. Esta ignorancia de la actualidad la remedia con la visión: mirando alrededor con los ojos de la cara, una y otra vez, o analizando este contorno con los ojos del entendimiento. Con esta porfía de la mirada, ha llegado a conseguir que se incorpore a su presente lo que es presente para otros en lugares lejanos. De todas las miradas nacen las ideas, que en griego significan las visiones; pero queda sin remedio la ignorancia del futuro. A pesar de todos los cálculos tan perfeccionados por las ciencias, el saber humano del porvenir nunca será como la preciencia de Orfeo y habrá de limitarse a un presentimiento.

    Algunos cuentan que era hijo de Apolo, pero otras voces, acaso más veraces, aseguran que su padre fue Eagro, un dios-río tracio. La paternidad siempre ha sido un artículo de fe. Como quiera que sea, de lo que sí podemos estar seguros es que su madre fue una musa: Calíope, la más elevada en dignidad de las nueve musas.

    Tracia, es una parte de la península que mucho más tarde será Grecia. En un tiempo  que no existen los griegos, en que aún no han llegado los Dorios que fueron una invasión Aria, y que tampoco han llegado los primeros emigrantes Aqueos, es el tiempo de los Pelasgos; de ellos sabemos por su grafía que pertenecían al piélago, al mar, ellos eran gentes del ámbito marino: gentes marineras, dedicadas a la explotación de los mares, colonizadores que se dedicaron a la pesca y a la navegación comercial, antes aún de los fenicios. Esa entrega de los pelasgos al mar es significativa de la pobreza de la tierra y de la lucha por su sobreviviencia.

    Su antigüedad data del siglo décimo cuarto, antes de nuestra era, esto es, 1400 años desde entonces y los más de dos mil de nuestra era, nos trae a un personaje de 3400 años. Hay un dato etimológico: se conserva la raíz sánscrita y después indoeuropea: orf significa "quedarse solo", y la soledad significa asimismo quedarse huérfano, de ahí orfandad, orfanato, orfelinato, Orfeo: "el que se quedó solo". Y esa soledad no es otra cosa que su propia desolación tras la doble muerte de su esposa.

    Sabemos que existió una mística órfica, un movimiento espiritual llamado orfismo por el que llegaron desde la India hasta Europa las esencias de la espiritualidad sánscrita, es decir, la convicción y la fe en la inmortalidad del alma y fue ahí donde tomaron ya expresiones y manifestaciones que dieron cauce a la vida occidental. De él se dice que tuvo una experiencia de ultratumba sin pasar por el trance de la muerte, que visitó el más allá, descendió a la región de los difuntos quebrantando el misterio para luego retornar vivo aunque herido por razón de una mirada.

    Los órficos en sus tablillas, en los rollos escritos en su finísima escritura han insisitido en el descenso de Orfeo a los infiernos. Por lo que sabemos, las doctrinas acerca de la inmortalidad llegaron a Occidente a través de Orfeo quien hubiera conocido esa doctrina de Rama, para que luego fueran recogidas por Pitágoras, Platón y Jesucristo. Esta doctrina fue vigente durante milenio y medio hasta que Jesús la predicara, pero desde Orfeo hasta Jesús la doctrina de la inmortalidad del alma vive en el orfismo, esto ya lo haría el primer escritor, el primer compositor, el primer ejecutante y el primer cantor. Porque Orfeo no es sólo un maestro religioso, sino el fundador de las artes en Occidente.

    Orfeo es el cantor por excelencia, el músico, el poeta. Toca la cítara y la lira, cuyo invento se le atribuye a menudo. Cuando no se le reconoce este honor, al menos se le reconoce haber aumentado el número de cuerdas del instrumento, que primero habrían sido cuatro, luego siete y, finalmente, pasaron a ser nueve, "por razón del número de las musas".

    Llegaba a fascinar, su cántico, acompañado de su lira, calmaba los ánimos, templaba los nervios, las devolvía a la bella realidad, atraía con su música a los animales, y llegó a ser un verdadero mago en el arte de cautivar a través de los cánticos, a través de la música.

    Ovidio, en el décimo libro de Las Metamorfosis, nos relata que después de ayudar con su música a Jasón y a los Argonautas en guerras y navegaciones, Orfeo ganó el amor de Eurídice por la dulzura de su música. La felicidad le fue vedada por los designios de los dioses. Eurídice fue mordida por una serpiente a la cual, según Virgilio, pisó mientras trataba de hurtarse a las solicitudes de un no deseado amante, Aristeo. Orfeo, tras ambular desconsolado y recurrir en vano a su lira en busca de consuelo, descendió finalmente por la puerta de Ténaro al reino de Plutón.

    Allí empezó a tañer, y las sombras acudían en multitud en torno suyo. Las Euménides y Cerbero mismo se ablandaron y la rueda de Ixión se detuvo; hasta las aguas de la laguna Estigia, lago central del mundo que simbolizaba la división entre los vivos y los muertos llegó Orfeo; con su música hechizó a Caronte quien tenía el encargo de transportar a quienes abandonaban el lugar de la luz por en medio de las aguas; ahí enterneció a Caronte quien lo llevó hasta el otro lado de la laguna del olvido; todos le dejaron pasar vivo a la región de las sombras sin morir mientras no cesara su artificio; así llegó ante Perséfone y Plutón a quienes pidió que le devolvieran a su esposa, tal fue la muestra de su desolación y el canto tan adolorido que Plutón se apiadó de él.

    Una sola condición se le impuso: Orfeo precedería a Eurídice. Ella podría regresar al mundo de la luz sólo si Orfeo no volvía su cabeza para mirarla, sólo hasta que ella estuviera a salvo bajo la luz del sol Eurídice volvería a Orfeo en su plenitud. Ascendería y cuando por fin la luz del sol bañara sus rostros ella sería con Orfeo. Terrible condición, pues Plutón conocía la flaqueza humana, tan débil sería la voluntad de ese ser amoroso (en la ópera de Gluck se señala exquisitamente ese ascenso). Mas Orfeo, atemorizado por la oscuridad del camino que él mismo iba abriendo y guiaba con los sones de su lira, olvidó la condición de la partida, y presa de angustia, volvió la cabeza para mirar a Eurídice y ella por la premura y ansiedad de la mirada de Orfeo se esfumó al instante: Orfeo quizo abrazarla... y sólo encontró en su abrazó como un ligero humo. Eurídice se sintió atraída hacia el mundo subterráneo y la perdió perdiendo el sentido. Orfeo así perdería a Eurídice y ya no volvería a conseguir permiso para regresar al mundo de las sombras.

    Así termina la historia de un amor trágico y romántico; ese lazo trágico de lo erótico y lo tanático. Para Orfeo perder de nuevo a Eurídice no era lo último, ella quedaba esperandolo a él. Quedando sólo de sí mismo tenía que darle un sentido a su existencia, proclamando la vivencia de ultratumba y el conocimiento de la vida otra.

    Pero ¿esto es así? Podríamos quedarnos sólo en la mera anécdota, pero nuestra resolución nos guía a poner los ojos en ese gesto mínimo que se da en toda la historia y que es lo que atrae la tragedia, la pérdida, la doble muerte, el sentido de toda ausencia: La mirada de Orfeo.

    Cabe contemplar esta mirada mítica como la expresión de la suprema libertad del arte, porque la mirada de Orfeo describe el poder del arte. Este es un poder doble: inaugura una distancia inusual, porque en el mito la mirada y su duración tiene un tratamiento espacial. Hay una distancia íntima que se esboza entre quien mira y el objeto de su mirada. Ese espacio ilimitado es fruto de un acto anónimo y solitario: la mirada, el acto más solitario de todos. Pero esta mirada inaugural que acontece en el reverso de la vida mundana no alcanza a ver sino una noche más oscura en cuyo corazón no se entrega sino una sombra velada, un algo que no se qué que se desvanece, una ausencia profunda que coincide con la muerte.

    La experiencia desmesurada, nos enseñaron los griegos, es la más terrible de las prohibiciones. Ella constituye la hybris humana que se paga con el alma decía Heráclito, y el arte es esta hybris que hay que pagar con el tributo del alma, porque no hay obra de arte sino más que en la prueba de esa transgresión, de mirar lo que está detrás, que condena a la obra a una posible oscuridad y ruina.

    Tenemos que advertir que es un extraño olvido el que impele a Orfeo a conseguir a Eurídice justamente cuando ésta no puede ser observada. Pero es ahí en el descenso, cuando podemos decir que el arte se transfigura en el poder por medio del cual la noche se abre. La noche por la fuerza del arte, lo acoge, se vuelve la íntima acogedora, la unión y el acuerdo de la primera noche.

    El descenso sólo tiene sentido porque la obra de Orfeo consiste en llevar a Eurídice hasta el día y darle, en el día, forma, figura y realidad. Orfeo puede todo, salvo mirar de frente ese punto, salvo mirar el centro de la noche en la noche. Puede descender hacia él; puede -poder aún más fuerte- atraerlo hacia sí, y consigo atraerlo hacia lo alto, pero apartándose de él.

    El mito griego nos cuenta que no se puede hacer obra si se busca la experiencia desmesurada de la profundidad por sí misma, experiencia que los griegos reconocen necesaria a la obra, experiencia que la obra se somete a la prueba de la desmesura. La profundidad no se entrega de frente, sólo se revela disimulándose en la obra. La mirada ahí no es directa, nunca es directa, sino oblicua, lateral, porque nunca se da la mirada a la totalidad de la obra, ella se nos niega, y por ello hay que mirar detrás, atrás, siempre ante ese lado oscuro que nuestro entendimiento no ilumina, pero sí de la que nuestra intuición se percata. Por ello, el destino de Orfeo es no someterse a esta ley última de la prohibición de Plutón, pues no volverse hacia Eurídice equivaldría al sometimiento, a ser infiel a las fuerzas sin mesura y sin prudencia de su movimiento. Orfeo no quiere a Eurídice en su verdad diurna, la quiere en su oscuridad nocturna, en su alejamiento, con su cuerpo cerrado y su rostro sellado, quiere verla no cuando es visible, sino cuando es invisible, no en la intimidad de una vida familiar, sino como la extrañeza de lo que excluye toda intimidad, no hacerla vivir, sino tener viva en ella la plenitud de su muerte.

    Sólo esto fue Orfeo a buscar a los Infiernos. Toda la gloria de su obra todo el poder de su arte y el deseo mismo de una vida feliz bajo la bella claridad del día son sacrificados a esa única preocupación: mirar en la noche lo que disimula la noche, la otra noche, la disimulación que aparece.

    Movimiento infinitamente problemático, que el día condena como una locura sin justificación o como la expiación de la desmesura. Para el día, el descenso a los infiernos, el movimiento hacia la vana profundidad, ya es desmesurada. Es inevitable que Orfeo viole la prohibición de "volverse", porque la prohibición ya la había violado desde sus primeros pasos hacia las sombras. Esto nos hace presentir que en realidad Orfeo no dejó de estar orientado hacia Eurídice: la vio invisible, la tocó intacta, en su ausencia, que era presencia de su ausencia infinita. Si no la hubiera mirado, no la hubiese atraído y, sin duda, ella no está ahí, pero él mismo, en esa mirada, está ausente, no está menos muerto que ella, no muerto con la tranquila muerte del mundo que es reposo, silencio, fin, sino con esa otra muerte que es muerte sin fin, prueba de la ausencia sin fin.

    El error de Orfeo, si a éste se le puede llamar error, parece ser entonces el deseo que lo lleva a ver y a poseer a Eurídice; él cuyo único destino es cantarle. Orfeo sólo es en el canto, sólo puede relacionarse con Eurídice en el seno del himno, sólo tiene vida y verdad después del poema y por él, y Eurídice representa esta dependencia mágica que fuera del canto hace de él una sombra y que sólo lo libera vivo y soberano en el espacio de la medida órfica. Si esto es cierto, sólo en el canto Orfeo tiene poder sobre Eurídice, pero también en el canto Eurídice ya está perdida. Pierde a Eurídice porque la desea más allá de los límites mesurados del canto, y se pierde a sí mismo, pero este deseo y Eurídice perdida y Orfeo disperso son necesarios al canto, es el riesgo y la entrega a él sin reserva, la fuente de toda autenticidad.

    En la mirada de Orfeo todo se sacrifica, porque mirar es quebrantar el tabú de la prohibición. Cantar comienza con la mirada de Orfeo, y esa mirada es el movimiento del deseo que quiebra el destino y la preocupación del canto; y en esa decisión inspirada y despreocupada alcanza el origen, consagra el canto. Pero para descender hacia ese instante Orfeo necesitó el poder del arte. Esto quiere decir: no se canta si no se alcanza ese instante hacia el cual sólo se puede dirigir en el espacio abierto por el movimiento de cantar. Para cantar ya es necesario cantar. En esta complejidad se sitúan la esencia del canto, la dificultad de la experiencia y el salto de la inspiración. Así, como la mirada trágica de Orfeo sobre Eurídice, siempre sustraída a su poder, que ha dejado, no obstante, la huella sobre el azul del cielo de la lira que acompaña su canto, éste es el interminable combate que atraviesa nuestra historia, como réplica de esa necesaria transgresión que es el arte. Todo está ahí, inmutable, en espera de que cada uno de nosotros seamos aquél que se atrevió a ver la noche de la noche, el punto desde donde hay que empezar a cantar.
 
 
 

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