CASI UN INFANTICIDIO. . .
Después de varios intentos fallidos, que por alguna razón Dios permitió, y cuando pensábamos en diferentes opciones para tener familia, llegó a nuestro hogar Diego Orfelio, un bebé de tres kilos que llenó todos los espacios de nuestra casa y nuestro corazón. La alegría que sentimos en ese momento fue indescriptible. La pequeña Miroslava llegó un año y medio después, con el consabido regocijo de que teníamos la famosa parejita: el niño y la niña. Por azar del destino, en forma inesperada y a través de un ECO, nos percatamos del pronto arribo de "los cuates". Como en estos casos no existe reembolso, los recibimos con alegría. ¡Dios nos regresó lo que negó al principio de nuestro matrimonio! De un día para otro, el número de mis hijos se duplicó. Llegaron Adrián y Daniel, un par de pequeños que han volteado la casa, pero nos han hecho pasar momentos inolvidables. Para esta etapa de mi vida pensé que mi familia estaba completa. Cuatro niños es un número suficiente para esta época de altibajos económicos y de preocupación constante por dar a los hijos una atención adecuada.
Habían pasado cinco años desde la última llegada de la cigüeña a mi casa y pasábamos un período feliz con la familia; las angustias propias de las enfermedades de la niñez temprana habían pasado, ya casi no había desvelos por atención a las criaturas y las noches eran de tranquilidad. Sin embargo… la felicidad no es eterna y todo lo bueno, se acaba. Mis hijos se encargaron de darme la noticia: "tendremos otro bebé en casa". Al escuchar la novedad, seguramente mi cara reflejó una imagen de disgusto, porque mi esposa se apresuró a decir: "Si no lo quieres, tú sabes que hay manera de evitar que el pequeño llegue. Como jefe de la casa, tú debes de tomar la decisión". La cara de mis hijos me hizo rechazar la idea que inicialmente cruzó por mi mente. ¡Nunca me hubieran perdonado si hubiera dicho que no! Con cierto recelo… acepté.
Su arribo fue la Nochebuena del 97. La alegría se desbordaba por todos los rincones de la casa. Mis hijos se sentían satisfechos con la presencia del nuevo inquilino. Todos lo querían ver, todos lo querían tener entre sus brazos; él centralizaba la atención de la familia, los demás pasábamos a un segundo término, inclusive yo mismo, que era el jefe de la casa… bueno, hasta antes de su llegada. Durante el día, los niños y su mamá, se la pasaban pendientes de lo que necesitara. Estaban a su lado como estrictos guardianes responsables. No faltó quien pretendiera jugar con él toda la noche. Se peleaban por cargarlo y atenderlo, por lo que hubo necesidad de establecer algunas reglas: si dormía, debíamos dejarlo descansar; si tenía hambre, lo llevaríamos con mamá para que lo alimentara (aunque uno de mis hijos se ofreció para hacerlo personalmente) y durante la noche nos turnaríamos para atenderlo de la mejor manera. Estuvimos de acuerdo y creímos que la felicidad reinaría en nuestro hogar.
La primera noche, el bebé nos despertó dos veces. Como soldados atendiendo una misión especial y obedeciendo reglamentariamente las órdenes dadas, acudimos a su presencia: la primera vez tenía hambre y seguimos todos los pasos indicados para alimentarlo. ¡No queríamos que se enfermara! La segunda, hubo necesidad de cambiarlo de pañal, mis hijos lo hicieron de una manera tan amorosa, que, por un instante, quise ser ese bebé. ¡Hasta envidia me provocaba el muy canijo!
Durante la mañana siguiente comentamos las incidencias nocturnas con la satisfacción propia de quien ha realizado su trabajo en forma adecuada. "Durante el día de hoy lo cuidaremos personalmente", dijeron ‘los cuates’. Aproveché el momento para practicar uno de mis discursos más sentidos sobre la responsabilidad, y la oportunidad que la familia les brindaba, para convertirse en personas confiables. ¡Cinco años es una buena edad para empezar a tener compromisos! Aceptaron su trabajo con toda propiedad. Durante todo el día no existió otra cosa más importante que el bebé. ¡Hasta dejaron de ver televisión por atenderlo! Jugaban con él, lo alimentaban, lo cambiaban, lo vigilaban mientras dormía; en fin, que una enfermera no lo hubiera hecho mejor.
Después de una semana… todo empezó a cambiar. Eran evidentes las consecuencias de haberse desvelado todas las noches. Al principio, cada vez que el recién nacido ameritaba atención, todos estabámos prestos a darla; pero pasado un tiempo, no se levantaban todos, sólo algunos y finalmente. . . sólo el que le correspondía por asignación previa.
El primero en renunciar a las atenciones del infante fui yo. Me negué a estarme desvelando en perjuicio de mi salud. Cuatro hijos previos eran muestra suficiente de que ya había cumplido con mis funciones de paternidad responsable. A los tres días, mi esposa me secundó; ya no toleró tanta atención nocturna, sobre todo porque las exigencias iban en aumento y tenía una forma de despertarte que irritaría al más paciente. Mis hijos tuvieron un cónclave y decidieron hacerse cargo de las atenciones de esta criatura que, para estos momentos, personalmente empezaba a odiar. Mi mujer me habló con tranquilidad: "Ten paciencia, los niños son responsables y sabrán cómo cuidarlo. . . no te preocupes".
A los quince días, aquello era una soberana catástrofe. Los niños estaban sin dormir adecuadamente, de mal humor, lanzándose reproches mutuos, diciendo cosas como:" hoy no me toca, hoy quiero dormir, que lo cuide otro". Una madrugada sorprendí a mi niña llorando porque el bebé estaba enfermo y no sabía cómo atenderlo. . . ¡temía que se muriera! Se me rompió el corazón cuando vi la angustia de mi hija, lagrimando por ese ser que para mí… ya era un enemigo. Otro día sorprendí a mi hijo tratando de matarlo. "Es que no me deja dormir, ha querido que juegue con él toda la noche". ¡No soy su esclavo! ¡Tengo derecho a descansar!" Murmuró con la mandíbula trabada por el coraje. --Espera no te precipites, le dije, debemos consultarlo con todos. Recuerda que fue una decisión en común y debemos tomar en cuenta la opinión familiar. Te confieso que también quisiera que se muriera, o cuando menos… que se fuera de esta casa--.
A la mañana siguiente convoqué a una reunión con carácter de urgente. Debíamos tomar una decisión definitiva acerca de este intruso que invadió nuestro hogar.
Con voz serena, pero firme, les
dije: --¡Las mascotas virtuales no tienen cabida en nuestra morada!
¡Exijo que este tamagotchi abandone nuestra casa! En forma inmediata
vi una cara de alivio en todos los integrantes de mi familia. Dando un
respiro profundo y de común acuerdo, decidimos dejarlo ir a su planeta.
La paz volvió a mi hogar; entendimos que los niños reales.
. . son más comprensivos.