Sonia Ginestà
 
 

SALES A LA CALLE...





    Sales a la calle y de súbito te golpea un aire gélido, puro y frío contra la tez. Es un día soleado y radiante. Miras hacia arriba y te ves sorprendido por un paisaje abrupto con montañas. Descubres una frondosa vegetación iluminada por los brillantes rayos del sol. Dejas a la imaginación rienda suelta y empiezas a hacer cábalas sobre si en la cima habrá nieve o no. Escalas (no eres un experto, pero lo intentas) y de este modo apoyándote en una piedra y en otra, trepas entre múltiples imágenes. Visualizas pequeños animalitos correteando riachuelos, que ahora aparecen y luego se esconden entre la roca madre hasta originar, en el valle, el gran caudal del río Balira.

    Parece un sueño, pero... ¡no!. Todo indica que estás despierto. Hoy nadie te llama. Nadie te requiere para nada ¡es fantástico!. ¡Todo paz!. "Escucha, escucha", te silba la brisa a los oídos y entonces... oyes cómo el silencio empieza a hablar, cómo las aguas chapotean y las hojas bailotean al ritmo de un nuevo compás, sin ritmo regular ¡No hay prisa! El tiempo se ha detenido. El cielo vislumbra tonos suaves y armónicos. ¡Es una delicia! Admiro ese azul turquesa y esa totalidad de color, el blanco de unas nubes débiles y efímeras, que se levantó esta mañana. Admiro la evolución del día; cómo poco a poco obscurece, hasta penetrar en las entrañas de una noche mágica. Una noche muda, llena de misterios y secretos que resuenan en el vacío como el eco de los aullidos de un lobo.

    Vuelves a dejar que la mente corretee, pero ahora entre montañas, vacas y caballos; entre el verde y los tonos pardos de la estación otoñal. Subes mirando hacia arriba ¡queda mucho, todo es grande, enorme, mayúsculo! y entonces... te convences de que no existe cansancio alguno. Debes llegar a la cima y clavar la bandera en las nieves perpetuas del ápice. Luego miras abajo, todo parece minúsculo, pero tú llevas en la mochila el peso de los kilómetros. Efectivamente, todo se reduce ahora a una visión muy distinta de las cosas. Has llegado a lo más alto, pero ahora te sientes desamparado y buscas cobijo, refugio. Por ello emprendes, sin dilación, tu descenso por las laderas con el ánimo de retornar hasta tus orígenes, y así aventurarte a nuevos retos, y nuevas montañas ahora más escarpadas y más empinadas

    Te detienes, por el camino. Tomas un sendero que te conduce hasta una cueva. Allí prendes una hoguera, que con sus brasas te calienta, te alimenta y te reconforta. Sus colores vivos, amarillos, anaranjados y rojos te hechizan y te llevan al olvido de todo. Las ascuas chispean en sus proximidades más afines queriendo avivar un fuego ardiente que se alza como ejemplo de persistencia, singularidad y gran seguridad. Sientes el olor de la leña combustiéndose entre la humedad de la zona. ¡Te encanta! Sin embargo, en pocos segundos, te percatas que debes volver y sin saber por qué te das cuenta que ahora ya nada importa, que todo parece fácil, que eres un alguien nuevo y que las brisas suenan a música y que ahora son ellas las que escuchan tu voz mientras les silbas tus hazañas en las cumbres entre vacas y caballos, entre los verdes y pardos de la estación otoñal, a la vez que las nieves compactas y resistentes se funden y funden en grandes torrentes, en señal del triunfo. De nuevo, ¡has ganado!
 
 

Regreso a la página de Argos 11/ Narrativa