Alejandro Cargnelutti
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EL LOCO






    El loco, como lo llamaba, puso su carpa a diez o doce metros de la mía. Desde que llegó, no sé por qué maldita razón, me convertí en una especie de imán para su mirada; No dejó de observarme ni un instante, aun mientras levantaba su tienda o cocinaba; siempre tenía sus ojos grandes y negros clavados como alfileres escrutándome sin disimulo. Apenas llegó lo saludé y no me respondió. Yo no le di bola porque lo mío era sólo cortesía, no andaba con ganas de hacer sociales ni amigotes de campamento: fui a Paysandú a buscar tranquilidad y estar solo un rato, quería alejarme un tiempo de las paranoias ciudadanas que tanto me maltratan últimamente. No se piensen que por salir de la ciudad uno sale entero: te la llevás bien adentro y te cuidás de los remiseros locales que tienen el decoro de asombrarse ante un tipo que cruza una calle corriendo. Ese bosque en Paysandú para un uruguayo es una linda alameda, para un porteño es la ciudad misma, pero verde, con follaje y detenida en el tiempo, donde los colectiveros están, pero en el marote de uno y asechan en semáforos imaginarios, donde los pingas se esconden tras los árboles y uno los ve con esa invisibilidad tan concreta que los presiente y te cuidás la espalda. Y eso que se te acerca no es una vizcacha medio domesticada en el parque, no, es un ciruja venido a menos que te pide un par de guitas y vos se la das en forma de galleta de agua creyendo que pagás tu deuda con el pobre vagabundo, pero en realidad engordás a ese roedor parásito que bien puede meterse al monte y morfar lo que divinamente le fue asignado... En fin; mi ciudad y yo solos en Paysandú, a la vista del loco que no parecía hacerse muchos problemas, me miraba y ya, sólo me miraba y se conformaba con eso, al menos eso pensé al principio.

    El primer día lo pasé sin otra preocupación que sacarme a Buenos Aires de la cabeza y estar definitivamente en Paysandú, sin segundas dimensiones, sin ciudades superpuestas. El loco en cambio, no creo que tuviera esos berretines: cuando lo vi por primera vez parecía un tipo de pueblo; tranquilo y ceremonioso para moverse, pero con ese odioso hábito de mirarme, mirarme y mirarme sin nada más útil que hacer. Nunca me habló el loco, sólo me miraba de frente, ladeando la cabeza o apoyándose el mentón en la palma de las manos. Cualquiera sea la postura que adoptara su función era la misma. De vez en cuando pasaba frente a él cargando algunos tronquitos y le levantaba la mano para darle a entender que, aunque no me caía simpático su mutismo voyeur, no le negaba un pequeño saludo de vecino. Él no respondía, pero como hipnotizado seguía mi rumbo con la cabeza.

    La primera noche cociné un arrocito medio escuálido que me aburría el paladar. Mientras comía frente a la fogata veo que el loco pasa a unos metros mirándome sin decir nada, cruzaba sin dejar de hacerlo y sólo cuando salí de su campo de visión giró la cabeza y corrigió su rumbo seriamente comprometido por árbol prepotente (¡Hay loquito, si estabas en la 9 de julio!). No se lo llevó puesto porque era un loco con reflejos.

    Esa noche me acosté con la certeza de que seguía afuera, sentado, custodiando mi carpa, y, por más que giraba como un torno en la bolsa de dormir, no conseguía sacarme ese puta sensación de estar expuesto, era algo así como entrar a un quinto año de un colegio de monjas. Nervioso, abrí un poco la puerta de la carpa y me fijé si seguía allí. No sólo estaba sentado, sino que igual que antes: con los brazos cruzados, y sus ojos (esos rayos gamma) sobre mi carpa. Definitivamente nervioso pensé en salir y decirle de frente qué tiene conmigo, qué carajo la pasa que me mira de esa forma; pero me serené e intenté dormir de vuelta, se me ocurrió que era un pobre pirado inocente y no merecía mi atención.

    Por la mañana las cosas no cambiaron. Por la tarde el parque terminó de despoblarse; las pocas familias que acampaban se marcharon todas juntas, llevándose el último atisbo de civilidad que tenía ese bosque, dejándome solo con él, que clavado como un molino, apenas se movía para ir a mear (al menos era higiénico) o para comer alguna lata de picadillo o atún.

    Inquieto por la situación busqué al guardaparque y le dije, con mi cagazo debidamente encubierto, que había un tipo que prendía fogatas peligrosas cerca de los árboles y que por favor se diera una vuelta, no sea cosa que...usted vio...¿No?, !Hay cada irresponsable!. Un poco más tranquilo y un poco más cobarde, volví a mi carpa, y ahora yo lo miré con aires de "A ver si te animás a acercarte". Pero esa noche, esa noche, el loco terminó de asustarme. Eran como la una de la madrugada y hacía un rato más o menos largo que no lo veía. De pronto siento un ruido entre unos matorrales vecinos y alumbré con la linterna; de allí salió el loco dando saltos y ululando, agitando los brazos como si quisiera volar. Me dije: "este tipo esta rematadamente loco" y ante la perspectiva poco feliz de comprobar si era o no peligroso, decidí irme cuanto antes. Hubiera preferido hacerlo en ese mismo momento pero era ya muy tarde, no obstante me acosté, y al lado de la bolsa de dormir dejé mi victorinox, con la hoja predispuesta a cercenar a cualquiera que entrara. Qué iba a andar preguntando quien forzaba la carpa. Lo tajeaba y listo, hasta ese estado de alteración llegué. Ya había ideado la manera de contraatacar: la agarraba con el filo para arriba y tiraba un navajazo ascendente. Como hacían los malevos, sólo que lo mío era una pequeña cortaplumas, pero eso bastaba, te puedo asegurar que bastaba; la diferencia entre un cuchillo más o menos grande se me hace que es irrisoria a la hora juntar las tripas. Había tomado valor y estaba decidido a cualquier cosa, para colmo cada perro que pasaba y cada rama que este movía era una declaración de guerra; aun dormido, tenía el instinto de monotearla y darme vuelta como un gato. Cerca estuve de lastimarme por esos arranques de sonámbulo matrero.

    Amaneció por fin. Salgo de la carpa y para mi desdicha lo veo al loco sentado contra el árbol, sólo que dormido. Apenas sintió el ruido del cierre se despertó como quien lo hace en un urbano, disimulando el sueño, y continuó su vigilia. Ordené mis bártulos rápidamente cuidando la espalda, girando cada dos por tres para corroborar si seguía sentado. Armé la mochila a mil por hora, no sé por que razón cada vez estaba más acelerado. A cada acción la seguía una mirada al loco y este que seguía como embalsamado, observándome, clavándome sus ojos como astillas en los dedos, moviéndose apenas para demostrarme que no era un decorado del parque.

    Cargué la mochila a toda prisa y salí a paso veloz ahora sin volverme a ver, pero deseándolo sin embargo; el imán era mutuo, ahora debía cotejar si sólo pretendía la exclusividad del parque y me torturaba así para echarme o era un demente sin otra pretensión que ejercer su desvarío. A los treinta metros me detuve, giré y lo vi igual, como si no me fuera, mirándome como siempre, sólo inclinó la cabeza porque el sol le molestaba. "¡Qué carajo quiere!" me dije en voz alta golpeándome en seco las piernas. Regresé corriendo con la mochila dando brincos en la espalda y la carpa desprendiéndose hasta caer. Me paré a dos metros, sin ocultar la navaja que sujetaba en las manos y que no recuerdo en que momento saqué; tenía la respiración a mil y él, quieto como un banco en la plaza, levantando la vista, mirándome ahora a los ojos. Tenía los ojos marrón miel, no eran negros, eran marrón miel y en ellos me miraba reflejándome, te juro que me vi en esos ojos hipnotizantes, pero pestañeó y me liberó el desgraciado. "¡Qué querés!" le grité, "¡Qué te pasa conmigo!". El loco por toda respuesta abrió su campera de jean y metió la mano en un bolsillo interno y, antes de cualquier revelación, le hundí la victorinox en el cuello; recta, frontal, no como hubiera querido, pero bastó para matarlo.
 
 

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