Fortunato Ruiz Verdugo
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LA ETERNIDAD APENAS TIENE NOMBRE

Lento, amargo animal
que soy. que he sido...
 

Jaime Sabines

 
 
 

Eso, que alguna vez llamamos amor, no podrá volver a serlo jamás. No porque mis manos hayan aprendido a señalar las ausencias que he rellenado con sueños, sombras, jeroglíficos y el crujir antiguo de la noche; ni porque haya olvidado miles de batallas y traiciones, donde he empeñado mi palabra; sino porque se ha interpuesto entre nosotros esa pequeña fisura del universo: el tiempo (la amenazadora espada del destino). El tiempo, cómo apretarlo con las manos para obligarlo a soltar lo transcurrido, cómo apagar el ímpetu engullidor de todo lo que toca, cómo organizar ese entrechocar de cosas: rumores, mareas, cascotes hundidos, selvas tenebrosas donde la bestia más tranquila nos devora. Es imposible regresar el mecanismo, recoger los objetos del vacío y ponerlos de nuevo en su lugar primero. A veces pienso que no era necesario llegar a formar parte de esta delgada piel , de este escuchar los gritos confundidos del pasado; a veces me despierto en el más nítido silencio y viene a mí el eco de un batir de alas, de cientos de columnas dispuestas al odio; a veces oigo al mar como a mi vida y logro disponer de unas cuantas imágenes de llanto; a veces una voz retumba en mis oídos y aunque no la entiendo, no puedo evitar cerrar los ojos y caer en el más profundo de los abismos.

No abro los ojos. No hay a quién ver en la soledad. No hay a quién nombrar en el silencio. Me imagino acompañado, que hay alguien esperándome al final de la caída. Un cuerpo tibio de mujer abriéndome los brazos como se abre el cielo en medio de la noche. Un abrazo preciso, como colocarle un accesorio a la pieza principal. Un beso (un intento de beso): en el camino de las bocas se entrevera una figura morena. Un ruido extraño la acompaña. Entre los dos me tienden en la tierra y los tres vemos cómo los prodigios, atesorados por mis ojos, son ahora parte del festín de los gusanos

Despierto. Sobresaltado, despierto. Inquietamente busco en el parpadeo la explicación del sudor que me empapa. Algo, en todo esto, sin lugar a dudas, tiene que ver con el amor. La repentina imagen de un cuerpo desnudo. Cierro los ojos mientras deslizo la mano sobre la sábana. Siempre la misma incertidumbre de despertar solo en este mundo, de saber que de pronto nadie más existe, que fuera de este cuarto el viento árido del amanecer no termina de azotar el vacío, que las ventanas se azotan para distraer al silencio. La mano sigue implacable su camino. El viento sopla con más fuerza y un cuerpo tibio absorbe, por fin, mi incertidumbre. Aquí está ella: Marie. Poblando este mundo que de soledad me agobia. Ronronea y, como siempre, habla dormida. Revelando sus secretos. Suspira y dice algo inentendible mientras se arquea lentamente, disfrutándolo. La sábana se va alejando, poco a poco, de su cuerpo: reptando cautelosamente hacia la orilla de la cama (cascada de raso delimitando el lugar de sus sueños). Las delicadas manos son ahora garras que se encajan en la áspera superficie del colchón. Recoge las piernas y las abre. Suave, quedamente. El telón descubre a una laguna latente y sonrosada. El público contiene la respiración y ella la acelera. Se desborda. Efluvio de oro. Gran desenlace que permite al público emular a las ménades y manifestarse calurosamente. Marie despierta entre ovaciones y mordiscos. ¿Qué pasa? -con una sonrisa cómplice. Se deja querer, mientras dice no saber lo pasado, por mi amargura de serpiente.

Marie está aquí cuando quiere, con su blancura de nube. Para ella el amor es un viejo constructor de puentes colgantes que siempre deja la otra orilla a la deriva. Su presencia se trata del amor, de recorrer desnudos la apariencia cambiante del universo, de caminar incesantemente por selvas de sal, de escalar cumbres lechosas y montes divinos y de explorar grutas viscosas y olores mortíferos. Marie es el pantano del amor -dicen que nadie puede andar tranquilamente por ahí. Cada mañana aparece en diferente lugar y es un prodigio que pase dos noches consecutivas en mi cama.

Marie llega con el azar y siempre sola. Me regala las noches en las que se le ha perdido el mundo y no sabe por dónde comenzar de nuevo. Derrocho lunas en buscarla, entre escombros y desnudas estructuras, me vigilan ojos fugaces -se esconden en cualquier nicho de oscuridad. Camino endurecido por el viento helado. Éste sopla y sopla en una misma dirección. Entre aullidos profundos avanzo, nada me detiene, hasta llegar al viejo muelle y su rumor de antigua espuma, acariciador de la ruinosa madera, que de flotar se sostiene.

Tengo entonces la sensación del infinito: la negrura interrumpida por el relámpago. Los instantáneos barcos fantasmas descendiendo sobre las olas: lentos, apacibles, resignados. Regreso a casa, llevándome el murmullo de las aguas, a través de la soledad.

Toda la noche llueve y el parpadeo de la luz me distrae del olor a vacío. Al parecer, todos los sonidos dicen adiós eternamente. Vendrá algún día para escuchar sólo mis pensamientos. Abro la ventana y dejo al viento escojer una página del libro que tengo sobre la mesa (del único libro que tengo, que he tenido). En realidad no importa. No importa si lo lanzo al mar. Lo tengo en la memoria. Cada verso incomprensible, cada signo indescifrable me es familiar a fuerza de verlo diariamente. Pero, cómo leer un texto inentendible, cómo remar junto a un poeta que no se percibe. Repaso los signos mentalmente. El viento se ha llevado la luz de las velas. Trato nuevamente de descubrir el significado de cada signo. Un ruido tranquilo viene desde la cocina. Conozco todos los ruidos del mundo y este es nuevo. Se acerca sin prisas, ocupando cada pasillo recorrido. Lo imagino haciendo la señal de silencio a las cosas que, ahora, irremediablemente tiemblan.

Se acerca, me va a atacar. Corro desesperadamente por el estudio. Bajo la escalera. Todavía me persigue, implacable. Conoce el terreno que pisa. Las trémulas cosas no hacen ningún ruido, ni al caerse. Pienso en cualquier sonido, mi salvación. Sigo corriendo sin tregua. Me alcanza al llegar a la puerta del jardín. No puedo ir al jardín. Se acerca, quiero gritar y de la garganta no fluye ni un sonido. Hueca. Viene lo peor. Casi me toca, terrible. Por fin: un grito. Un grito atroz que me despierta en el estudio. Las velas siguen encendidas. Estoy sudando, abro una ventana. Se apagan. Un ruido desconocido viene del pasillo, son pasos, muchos pasos. Vienen al estudio. Sigo sudando. Tomo el abrecartas nunca usado, con una mano casi líquida. Están aquí. Hola. Con los ojos cerrados escucho hola. La voz es inconfundible: Marie. Alguien la acompaña. Una jovencita viene escondida tras ella.

Apenas la puedo ver. Me parece que la oscuridad la protege. Se asoma, por un costado de la figura de Marie, y veo esos inmensos ojos asustados contemplándome.

Karol, saluda. Marie la introduce en nuestro círculo. Es un poco tímida, pero te gustará, ya verás.

Marie la baña y la duerme en la habitación contigua a la mía (la nuestra). No pido explicaciones, es inútil, tampoco las da. Me acuesto a su lado. Huele a tierra recién lavada. Me abrazo a ella y duermo. Como si el sueño me aliviara de una tensión desconocida que comienza a dolerme.

Siento a Marie helada, dura, tiesa. La abrazo con fuerza, busco su mirada y me eriza la piel verla fija en mí, asustada. Eterna.

¡Marie! grito ¡Marie! ¡Marie! pero ese grito no viene de mi garganta. Doy un salto en la cama y Marie me observa. Me arropa con su cuerpo. Una pesadilla, me dice. Escucho de nuevo el grito. El grito de desesperación que no sale de mi garganta. Cada vez más fuerte. Tiemblo. La puerta rechina al abrirse. Una silueta difusa grita frente a nosotros: ¡Marie, soñé que morías!

Marie se levanta de la cama. Le pide a Karol tranquilidad. Karol me mira, atemorizada. Sus ojos se esconden entre el cuerpo de Marie. De cuando en cuando me miran horrorizados, como si vieran a un terrible demonio.
 
 

El viento sopla, somnoliento. Paso la vista sobre el libro, recuerdo. Es extraño tener un recuerdo, a veces pienso que no tengo alguno. Éste es algo confuso, borroso: alcanzo a verme escribiendo los signos en el volumen. Día tras día, hora tras hora, sin despegarme un instante de él. Escribo y escribo sobre algo quemante y profundo (me hace llorar de rabia, me hace soportar la lluvia y la cólera del mar). Ha muerto mi hermano, con quien he luchado codo a codo. Los caballos lloran desconsolados. No hay un mundo donde mi furia no sea inmensa. Ciego a consejos me lanzo a la batalla. El enemigo principal está allí. Una fuerza descomunal se anida en mi brazo y le atravieso el cuello con mi lanza. Lo arrastro por el capricho de la ira y, ni así, obtengo saciedad.

El recuerdo me confunde, yo no soy ese hombre irritado, soy uno que observa a otros: una cicatriz en la pierna, días que duran años, un ojo inmenso -que ya no observa a nadie (todo lo he visto, he viajado por la vida de estos hombres y otros más, como en un recorrido panorámico de lo vivido), una estirpe amarrada a un árbol y devorada por las hormigas, un soñador en Isfaján, un tigre encarcelado, un ladrón de esposas, un piadoso arqueólogo sobre un talud ilusorio.

Todo lo veo, viajo por la vida de otros hombres. Cada uno es un signo, un símbolo de este texto que se comienza a aclarar ante mis ojos. Pero los recuerdos se esfuman. Lo visto desaparece para siempre. Sólo me quedan las palabras y un endeble código.

Veo la ventana abierta. Al fondo del jardín Karol juega con la tierra, con la brisa del mar, con el aleteo de las flores, con el murmullo de las olas. Un deseo de acompañarla me invade. Pero no puedo. No puedo salir al jardín. Me quedo mucho tiempo observándola. Aun cuando ella se fue de ahí, yo sigo mirando. Marie está en la cocina y Karol le ayuda en algo. Viene hacia acá. Me da un brebaje. Te sorprenderá, lo preparó Karol. El líquido corre abrasante por mi pecho. Me reconforta cerrar los ojos. Oigo a Karol correr hacia el jardín. Sólo tengo que imaginarla: morena, cabello largo, piernas atléticas y suaves, delgada y su pecho creciendo apenas. Abro los ojos. La veo -su pecho crece apenas. Ella me mira, desde el jardín. Esa mirada temerosa ha desaparecido y, creo, me sonríe.

Los brazos de Marie me rodean, cariñosos. Me habla al oído: es linda, la encontré vagando, dice que ha vagado siempre. La quiero como a una hija. No soportaría que alguien le hiciera daño. Siento sus senos en la nuca. Aspiro el olor a vino tibio, embriagador. Ella cree que me dañas. Ayer, después de la pesadilla, me lo confesó: quería matarte. Traté de persuadirla de su error, aunque no creo haberlo logrado.

Tomo otro sorbo del brebaje. Cierro los ojos y escucho a Marie alejándose (a veces le gusta recorrer hasta el último rincón de la casa). Otros pasos caminan hacia mí. Es Karol con sus largas piernas. Se acerca poco a poco. Una hoja de plata brilla entre sus manos. Está tras de mi. Sigilosa me estudia. Busca el mejor ángulo. Quiero moverme, impedir que me mate. No puedo. Estoy inmóvil, petrificado. Hago un esfuerzo mientras ella palpa mi estómago, sube la mano al pecho, al cuello. Lucho por moverme, por gritarle a Marie. Se levanta la falda, mostrándome sus esplendorosas piernas. Me monta. Se acurruca en mi pecho. Sus alertados pezones me inspeccionan. Pasea el cuchillo desde mi frente hasta el estómago. Presiona levemente. Un ligero ardor. Intento de nuevo, no moriré inerme. ¡Por fin! un gemido, un imperceptible movimiento de las piernas. Karol me mira. Arquea las cejas. Desmonta y deposita el cuchillo sobre la mesa. Corre, sin hacer el menor ruido. Me muevo, el cuchillo sigue en la mesa junto al libro. El olor inconfundible de Marie viene. Su voz: creo que olvidé esto (toma el cuchillo) y lo necesito para cortar algunas cosas. Karol está en el jardín y me mira. Creo que esa mirada equivale a una sonrisa. A una dulce y encantadora sonrisa.
 
 

Marie duerme. La observo. Salgo de la cama y camino en la obscuridad. Toda la casa parece contagiada por el olor a Marie: las sombras no huyen a su paso. Camino por un angosto sendero, no me atrevo a invadir los espacios de ella. La casa parece inmensa cuando no se pueden definir sus límites. La sala es una lóbrega vastedad atravesada por un efímero muro de veladoras. Un leve roce en el piso llama mi atención. Aroma a tierra fresca entra al recinto. Entre el ir y venir de la luz alcanzo a ver a Karol. Se ha rasgado la falda en el costado y la anchurosa blusa, húmeda, se le pega al plexo. Sube la falda hasta la cintura y muestra su pantaleta húmeda y hundida en los resquicios del cuerpo. Me acerco y me aleja con un gesto. Al observarla me encuentro entre el temor y el placer. Ella comienza a acariciarse: mete las manos bajo la pantaleta y se retuerce de goce. Un río brillante comienza a recorrerle las piernas. Abundante. Se las frota y me invita a seguirla mientras camina hacia la penumbra. Voy hacia ella y no la encuentro. Ni siquiera queda su olor. En su lugar deja un charco de orín. Un deslumbrante y hediondo lago de orín.

Me quedo perdido entre la penumbra en la que desapareció. No hay ni un sólo ruido. Tengo frío y comienzo a reír, tengo miedo. Algo comienza a retumbar dentro de mí, no, no es mi corazón: es mi alma. Un profundo eco suena en mis miembros. Río a carcajadas, pues, ya se sabe: el eco del alma es la puerta hacia un dominio tenebroso.

Percibo. Nuevamente percibo a eso que me hace retroceder y me amenaza de muerte. Entonces se bosqueja, en mi mente, esa nueva palabra, nunca antes pronunciada: extensa y mágica. Con sus largos brazos trata de atraparme, pura y verdadera: horrorosa. Huyo: mis pies descalzos se sumergen en el orín de Karol y voy dejando una estela de hedor por toda la casa. ¿Hacía dónde ir? Al estudio, después al jardín, ¡no!, al jardín no. Hacia el cuarto. Siento que me atrapan los pies, me arañan los talones. La palabra aún me arde en la mente, me hiere. Los pies también me arden, me queman. Abro la puerta de la recámara y la cierro estrepitosamente, Marie no despierta. Mi perseguidor queda olisqueando la puerta, pero no se atreve a entrar. Me enredo en el cuerpo de Marie y trato de olvidar este bosquejo de palabra (que parece querer reventarme el cerebro). Los pies me sangran, pero no me atrevo, siquiera, a bajarlos de la cama.

Marie, como siempre, está soñando placenteramente. Gime y se contrae. Desnuda, inmaculada. Comienzo a mordisquearla. Ella está caliente. Hirviendo. Su sexo brama y exige. Observo su cuerpo níveo y lo imagino moreno, como el de Karol. Imagino que sus piernas son largas, atrapan en un abrazo sofocante; su pecho es apenas una incipiente cumbre temblorosa; me besa con temor a algo que desconocemos; boca abajo muerde la sábana, con una mezcla de odio y placer; la penetro lentamente, saboreando cada instante de dolor y desgarramiento; se revuelve furiosamente antes de quedarse quieta, como un conejillo agazapado en espera de su temible cazador; eyaculo abundante y cálido y no me importa nada sino pensar en Karol. En su cuerpo moreno y brillante. Su cuerpo como una noche radiante, infinita.

Me dejo llevar por la sensación de lasitud y duermo. Desciendo lánguido hasta el sueño. Hasta donde la mirada de Karol no puede alcanzarme; hasta donde el blanquecino cuerpo de Marie es ese sentimiento de salvación; hasta donde la lluvia, que golpea los muros sagrados de esta casa, me anuncia la llegada de mi destino: eso, que yo creí resuelto hace tiempo, ahora me sale al paso. No , no ha terminado mi vida. He sido escudo, amante , amado, todas las rosas del mundo, profeta, corazón sangrante, barco ebrio, poeta y palabra. Todas las palabras del mundo.

Voy cayendo, lentamente voy cayendo. Siento el sueño: el mío, el de Marie y el de Karol. Los tres son el mismo. Soy conducido por lugares en los que no me es posible ver nada. Mis manos alcanzan a rozar el sufrimiento de alguien que conozco desde hace mucho, desde un tiempo incomprensible. Confundido trato de hablarle y una voz me detiene, una voz de hielo, sobrecogedora. Es la misma que me persigue en casa, la inidentificable. Trato de huir, pero ¿hacia dónde se puede huir en un sueño? El sueño es el laberinto de las verdades. Es la historia contenida en ese libro, jamás abierto, que en la primera palabra nos revela todo el universo. Las demás palabras son una recreación del mismo. Entonces en qué página esconderme, detrás de qué palabra escabullirme si todas son tan transparentes, tan iguales: perfectas.

Pido ayuda, Karol y Marie están aquí en el sueño, ellas se limitan a ser espectadoras. Trato de despertar, de romper las cadenas de este letargo. La voz me hostiga y corro cada vez más despacio: mis piernas parecen patinar. Me aferro al viento, al suelo y al temor que me infunde la voz. Un precipicio me señala el fin del camino. La voz me rasguña la espalda. Decido lanzarme al precipicio. Me arrojo, alcanzo a distinguir una luz brillante en el fondo. La voz me detiene en el aire, no se da por vencida, me jala y hago esfuerzos por zafarme. Lo logro y me precipito hacia la luz. Llego a ella y no veo nada. El calor insoportable me consume, me derrite, soy un cuerpo líquido cayendo: cascada fugitiva que desemboca en lo eterno. La voz. Estoy dentro de la voz, es como un río que consume todo a su paso. Parece que la angustia no tiene límites y trato de desmembrarme, hago un esfuerzo sobrehumano y siento recobrar la fuerza y la solidez.

Despierto. Bañado en sudor, despierto. Estoy en la cama, junto a Marie que desnuda "más blanca que el sollozo de un ángel" me mira fijamente. Estática.

La toco y está helada, endurecida, fosilizada: muerta. Sé que Karol ya lo sabe. Está enterada de todo: de la muerte de Marie, de mis sueños, de la voz que me persigue, de lo que soy: de lo que he sido.

El cuerpo gélido de Marie es insoportable. Quiero separarme de ella y alejarme de la cama; al hacerlo, mis pies palpan humedad. La cama está dentro del mismo río de mi sueño. Me ahogo en un grito que no me sale de la garganta. A punto de caer una mano me sujeta fuertemente. Tranquilo, vas a caer. Ahora sí despierto. Y, por supuesto, entra Karol a decirle a Marie que la soñó muerta. Al estrecharla, los ojos de Karol se clavan en los míos y son dos manantiales, parecen poseer un perpetuo movimiento.

Algo anda mal con la llovizna del día de hoy, mientras todo guarda silencio la lluvia se empeña en hacer un ruido no dispuesto en el universo . Un estridente ejército invade el techo y el jardín de la casa, la ventana es un lacrimoso recorrido por los sitios de Karol que juega encantadora en el jardín. La ropa empapada se le unta a su cuerpo casi infantil, casi lúbrico. Marie no me habla esta mañana. Sabe que la acariciaba soñando con el cuerpo de Karol, el jugoso cuerpo de Karol. La lluvia forma parte de la indiferencia de Marie. El ruido es una manera de desviar las palabras hacia el vacío de las cosas. Nada parece tener sentido: las palabras, las cosas, el ruido, los pasos, el acercarse a la ventana, el ver a Marie caminar por el jardín, el nombre de Marie que se repite y se repite, el nombre de Marie que mudo sale de mi boca, Marie que se acerca lentamente a Karol quien juega a desaparecer en esa cortina que ha creado la lluvia, la humedad que la prepara para morir, Karol que la toma de la mano como para conducirla por un camino extraño, Marie que no debe mirarme en la ventana, Marie que no debe voltear, Marie que desaparecerá si lo hace, Marie que se irá por esa cortina y no regresará jamás, Marie que siente la helada lluvia sobre su cabeza y la tierra tibia bajo sus pies, Marie que me observa entre una luz intermitente, Marie a quien le duele la imagen de un hombre aferrado a la ventana que de llorar implora, Marie que no comprende un grito ciego que sale de mi boca como un estallido de cristales, Marie que dice adiós con la mirada a un rostro sin sentido -que parece no querer decirle adiós- mientras se pierde entre la lluvia para siempre.

Si pudiera borrar estos momentos, como aquellos recuerdos escapados; si pudiera decirle adiós a la tristeza; si pudiera saberme no creado (qué inmensidad del universo); si pudiera estar seguro de que esto no está escrito en alguna otra parte; si pudiera asir las palabras y comprender que no soy quien he sido; si pudiera romper el significado del primer signo del libro: es un verso cálido, me habla de todas aquellas cosas que han perdido su nombre, si pudiera derrumbar todo lo que, profético, dice; Si tuviera argumentos para negar que Karol no vendrá a mi cuarto está noche, pero aquí está ,entre los crujidos de la casa -que parece derrumbarse.

El agua aún le escurre, va lloviendo por toda la casa, y la ropa se le estampa al cuerpo. Me acerco a ella, como si fuera el animal más fino, pisando las líquidas huellas que va dejando (un rocío de polvo blanco cae del techo, la casa se deshace en una ligerísima nevada). Camina hacia atrás, sus pasos se evaporan, huyendo del cazador. No tiene escapatoria, por un lado la pared, por el otro la cama. Se tiende delicadamente en ésta y levanta un poco la piernas llamándome. Aquí no hay ménades sino arpías. Le arranco la falda de un zarpazo. La tibieza recorre sus piernas, la nieve se derrite al tocarla. Trato de besarla y no me lo permite. Comienza una lucha que termina con sus incipientes senos, se me escapan de las manos como peces en el agua. Me siento raro: todas estos deseos me deberían ser ajenos. Ella lucha, la presa trata ahora de escapar. Me aferro a su cuerpo, me contemplo aferrándome a su cuerpo. Me muerde. Un torrente desconocido se abre paso entre mis venas y salta al precipicio. Los cristales también lo hacen. Todas las cosas de la casa comienzan a perder su lugar. La rabia me estremece y la persigo. La envuelvo con mi furia e intento atacarla a los ojos. El vaho sale de mi labios y susurra alguna venganza mientras ella me sorprende al erguirse aspídea. Sus ojos son como un espejo y me veo también siseante. He caído en la trampa nuevamente. No hay escapatoria en este laberinto de engaños.

Un ruido. El ruido viene de nuevo. Huyo por la escalera, se cae por sí sola. Busco refugio. Toda la casa parece ocupada por mi perseguidor, cada espacio ha sido devorado por las sombras. Karol se desplaza hacia el jardín, sabe que ese no es lugar para ella, aunque se divierte usurpándolo. Sigo su ejemplo mientras siento algo, me quema la espalda. Mi perseguidor me empuja. Llego al jardín y una columna de mármol se extiende a mi costado. Karol desaparece en la cortina de polvo levantada por el hundimiento de la casa. Con una última mirada me anuncia que volverá a verme. Me arrastro y exhausto cierro los ojos.
 
 

No sé cuánto llevo en el jardín, la eternidad apenas tiene nombre, pero aun estoy respirando la penumbra; ignorando las costumbres de la ceniza; despidiendo, a lomo de hormiga, los prodigios que la memoria olvidó en mis ojos. Un batir de alas, un deambular entre la bruma, una presencia arcaica como las costras que, en la piel, aspiran al olvido. Distrae mi atención. Trepados en la noche hay algunos seres mirándome, no reconozco sus rostros (el color de su luz me es inasible), pero sí su forma de mirarme. Me traen a la mente algo antiguo, prístino, voces como resonancias encantadas, lugares como flechas en el cuerpo, lanzas entre galerías de llanto, amor. Me han hecho volver.

Una grieta de luz trae de súbito a las formas que invaden el lugar mientras se oye un trueno: un golpe de odio. Todos gritan, se tapan los oídos y caen al suelo sobre sus alas retorciéndose de dolor. No entiendo esa especie de clamor que invade a las cosas. Nadie se mueve. La voz como un alud de recuerdos y reproches, la culpa abriendo una infranqueable zanja.

Cómo borrar que eso, que alguna vez llamamos amor, no podrá volver a serlo jamás. Cómo eludir al destino cuando la vida es un profético callejón sin salida; cómo no ser lo que se es; cómo decir que hay momentos que no tienen arreglo ni perdón; cómo ocultar la traición y la soberbia; reconozco LA VOZ, esa misma que antes me era tierna y querida. Mi cuerpo aún tiembla mientras las lágrimas brotan aceleradamente. Veo a mis antiguos hermanos temblorosos por el miedo. Me alejo de ellos, ahora entiendo a la voz que retumbaba en mis oidos, y no puedo evitar cerrar los ojos y caer en el más profundo de los abismos.

Guadalajara, Jalisco, México, 1997
Regreso a la página de Argos 10/ Narrativa