EL RUNRÚN...
Le andaba dando vueltas en la cabeza hacía qué tiempo. Y no es que Manuel Montes fuera de nación inclinado a esas cosas, o que de pronto le hubiera brotado una querencia o afición por las mismas. Todo lo contrario, a Manolín —como le decía en sus escasos momentos de ternura Don Simeón Montes, su abuelo materno— no le gustaban para nada esos "inventos de los blancos", epíteto por demás cabrón y descriptivo, y en eso heredaba al patriarca. Pero algo pudo más.
Ahora, aquí estaba sentado en su sillón preferido del family room. Se miraba confundido ante la presencia del convocado en un momento de apuro. Se sentía culpable y no sabía de qué, pero lo sentía. Se encontraba más que incompleto; hacía esfuerzo por sacudirse la modorra sin lograrlo; de igual manera, no veía razones suficientes para seguir la brega. Sólo en otra ocasión se sintió de esa manera (como que algo se le había salido), y eso fue hace muchos años, tantos que difícilmente podía acertar el número exacto; sólo podía "precisar", a manera de redondeo, que eran alrededor de treinta años. En esa ocasión, caliente él y caliente el verano, andando en el monte al cuidado de las ovejas de Don Simeón, su primo Chepito, el maricoles de la familia, le mostró el recto camino del desfogue: —¡nada de abusar de mis pobres animalitos!, pobres criaturas, ¿qué mal te hacen? Lo que quieras con ellas..., conmigo— decía Chepito acomodándose los pantalones. Porque se debe saber que toda familia tiene por lo menos un marica, de otra forma algo anda torcido. Así como los antiguos españoles tenían un militar, un sacerdote y un comerciante en la familia —todos mamando dineros en el Nuevo Mundo—, en las nuestras se puede tener un cinturita (de seguro), un burócrata y un político (que con bien pocas excepciones es sinónimo de ladrón)— todos mamando lo que más les gusta y conviene. Pero no nos metamos por caminos chocantes al propósito, baste indicar que en el susodicho trance la diferencia grata fue que el antes puñetero del Manotas había "abierto los ojos al mundo", y que le repetía la dosis al Chépelin cada vez que se presentaba la oportunidad: diario y a veces hasta dos veces al día. Todo quedó en familia.
Manuel Montes se llevaba de maravillas con los compañeros en el trabajo, y mejor todavía con las compañeras quienes eran las primeras en alborotar la gallera para que le celebraran los cumpleaños al bigotón del Manoverde, con un empalagoso y enorme pastel embetunado del Dairy Queen —el de la 48 St. y Warner Rd.—, de chocolate suizo, su favorito, acompañado con un ponchecito cargado de tequila Herradura (para evitar los dolores de la cruda). Últimamente, hacía poco menos del año, esos mismos compañeros de chamba ya no le preguntaban en qué colonia vivía para visitarlo y hacer una parrillada de carne sin grasa y baja en colesterol —Blue Ribbon aprobada por la USDA, pero que igual corrompía el sistema digestivo y por ende todo lo demás—, sino que le pedían su domicilio en el e-mail (dizque para ahora hacerlo electrónicamente, decían las compañeras más arrechas, sin peligro de ninguna índole, y con un tonito de voz de R2D2); le preguntaban de igual manera sobre su servicio de información en la internet: qué tipo de equipo computacional tenía, de qué marca era su aparato de contestador automático, ¿faxeaba?, ¿cuántos canales pornográficos de televisión recibía?, etcétera. Manuelito ni a una mugre antena interior para radio portátil llegaba.
En su casa la cosa no andaba mejor, más o menos se mecía por las mismas ramas: sus hijos, Tomasito y Andalucía, lo acusaban de tenerlos sumergidos en un mundo "quintomundista, sin MTV, ni en español siquiera". Sin más ni más lo delataron ante la oficina del Child Protective Services, quienes más veloces que El Rayo de Jalisco (luchador chinguillas, muy técnico, eso sí, de los años sesenta), se aprestaron a investigar el asunto. Después de minuciosas entrevistas, concienzudo interrogatorio paterno y también materno, Bongus Ongus, famoso ex-jugador de fútbol colegial que no distinguía la e de la o y ahora flamante investigador del CHPS, sin decir "agua va", le recomendó al gran Manuecas que se dejara de mamadas ahorrativas y se aplicara inmediatamente a la modernización del Home Sweet Home.
En el antes mencionado, Tomasito, en quién Manolínes había puesto todas sus esperanzas de un brillante futuro, contaba con 28 abriles bien plantados en una panza de cervecero. Pero como buenamente educado a la latino, se negaba a dejar el redil para hacer su propia vida lo cual tenía muy contenta a su madre que dudaba de la capacidad del vástago para hacerle frente a las zozobras en el sistema capitalista. Al huevón de Tomás, la sola idea del trabajo le causaba migraña eterna, esto a pesar de tener un doctorado de la Universidad de Harvar (de estudios por correspondencia) con especialización en "Comportamientos Políticos", con una brillante disertación que lo llevó a descubrir, después de arduas, largas, y chingonas investigaciones, que el ex-presidente Salinas era el mayor hijoeputa del neonarcotraficolonialismo, y que los mexicanos ya estaban hartos (desde hace más de doscientos años) de tanta chingadera. Palabras más, palabras menos.
Andalucía, la chiquiada de la familia, por su parte, salió a la abuela de encopetada y melindrosa. Pero por lo menos ésta desquitaba la tragadera, ya que trabajaba de consejera astrológica en la compañía de un tal Walter Marcado. Anda, su nombre de embaidora, no sabía ni madre de esas cosas pero su voz arpada e imaginación de Cien años de soledad, la ponían a salvo de cualquier duda de parte de los aconsejados que pagaban hasta lo que no para que les dijera que le iban a pegar al gordo, a gozar de las mejores relaciones del siglo (sin SIDA) y tener una salud de rinoceronte blanco.
La mujer de Manolazo, la misma de hacía veinte años y que a veces al Manolín le parecían cien, se quejaba de estar "incomunicada ciento por ciento", igual que sus pimpollos, ya que ni "por aquí me pasa quién de mis amigas llamó cuando me encontraba en el gimnasio" haciendo step-aerobics, "trabajando" en el tread mill (para evitar los daños a los meniscos) y otras muchas chuladas para rebajar las llantas de doble tracción de la cintura y la celulitis de las piernas—Y eso sí que no te lo voy a perdonar nunca. Todas la muchachas se burlan de mí, de mi condición de mujer de las cavernas; ¡ya ni la requetechingas! ¿Tanto dinero que ganas y ni una mendiga contestadora electrónica te merezco? Bien me decía mi santa madre, que Dios la tenga en su aposento [santiguada al paralelo]: ¡No te cases con este cuentachiles hijo de Zedillo, porque palo que nace torcido jamás la rama endereza!—Pero de palo no había nada, ya que sólo había de atole (y eso después de varias cremas y lociones afrodisíacas) cada venida de obispo pentecostal. Claro está que Manolongo pensaba que la media naranja se merecía más que eso: una caja de caoba dura o de metal antióxido para que no cambiara de opinión una vez que estuviera tres metros bajo tierra. Por lo demás a Manolico nunca le faltaba quien le hiciera el favor de ser depósito de sus urgencias, y por último quedaba manuela, que nunca le había quedado mal, excepto en aquélla ocasión que se las quemó con el ácido sulfúrico de la batería del carro.
Doña Chole, mamá de Cleopatra la esposa de Manoluco, no podía ver al yerno ni en una pintura del mismo Miguel Ángel, por más chinguillas que este cabrón (Mike Angelus) haya sido. Tan así era su disgusto con el Manosuaves, que se murió de un síncope, que más bien pareció diezcope, cuando Cleo dijo "sí" a la pregunta del cura casamentero allá en la parroquia del Sagrado Cirio. Todo esto cuando el dúo (mother-daughter) jodequedito ya había quedado muy de acuerdo de que iban a dejar colgado a Manolete en el altar y con el banquete preparado para toda la comarca sureña. Ni se diga de la noche de luna de miel en el reservado en Acapulco. Claro, eso fue antes de que la Cleo se percatara cabalmente de que la regla ya no medía lo mismo, y que no estaba tan derecha y exacta como antes; es más, ya no estaba y punto. De allí a los cinco meses el primer vástago llegó sin pompa y menos con fanfarria. La luna de miel ni a de panocha llegó.
Por otro lado, la neta era que Manolinsky no ganaba ni tanto: era otro de esos mexican aventados, trabajando de bracero académico en una universidad estadounidense "de prestigio", pero con sueldos que daban vergüenza anglosajona. Treinta mil del InGodWeTrust al año. Pero ¡alto ahí!, ¡póngase ojo clínico!: de ahí se tenía que pagar el income tax, la casa, los seguros (de vida, contra accidente, de los carros, de la casa, de los hijos, para Manuelaso por si quedaba sin empleo), los abonos de los dos carros, los muebles, los electrodomésticos, el perro neurasténico faldero francés que no se le despegaba a la señora [¿faldero?, ¿sería porque siempre andaba metido por debajo de las faldas de la señora?], los servicios (agua, luz, basura, los desperdicios sólidos—que se hacían caca líquida al accionar un botón), los médicos (dentista, cardiólogo, cirujano plástico, pediatra), las clases de ballet y piano para los retoños, los abogados (por si había divorcio o los llevaban a juicio por no limpiar el basural que los árboles se sacudían en plena calle), la comida (sobre todo la del Tomy, que no comía nada que no fuera organic grown; las cruzadotas que se ponía con la Acapulco Gold), los espectáculos (que eran escasos, incluyendo el anoal de Juan Gabriel, al que la Cleo adoraba con explosiones frenéticas de adolescente desquiciada) y otras cosas más igual de cariñosas. Lo poco que quedaba, Manonegra lo guardaba celosamente para cuando fuera a su tierra, allá por Filo de Caballo en el estado de Guerrero, y poder presumir de rico ante los parientes que calzaban guaraches de llantas recicladas, pero que, de alguna manera, tenían los últimos instrumentos de moda en materia de comunicaciones y armas, sin contar los vehículos trepadores de monte.
Lo que más lo movió a cometer semejante pendejada —así le llamó el finado y ahora aparecido Don Simeón— fue la vibrante sonrisa y mirada subyugante que varias veces había detectado en un carro, Thunderbird como del 74, a su lado durante los diarios y matutinos embotellamientos en la I-10, la que va o viene de Los Ángeles. Sólo eso podía ver de ella, y por momentos se le olvidaba lo demás. "¡Puta! ¡Qué carrerío!", decía cuando la autopista se encontraba harta de carros hasta los shoulders.
—Me equivoqué, abuelo, ya ni llorar es bueno..., ese mismo día fui a la tienda más grande de aquí, Incredible Universe (antes de que cayera víctima de su propia avaricia), y me compré lo que me dejaron cargar en mi 4x4 (de las que dicen en la tele que son like a rock): computadora pentium con modem, doble CD y doble HD, lector de discos de varios tamaños, fax, sistema electrónico de recepción de canales de tele (con treinta y cuatro, de un total de trescientos cuarenta, de country music) e Internet, alarmas para todo (desde la puerta de la casa, hasta el videt de su mujer, que tenía cierta manía de que se lo querían robar), teléfono celular (de los que cuando se caen quedan igual de buenos, made in USA, pero armado en Mexicalpan, tierra de volcanes), horno de microondas, teléfono con pantalla de vídeo, y ya no me acuerdo cuánta chiva más.
—Te lo dije desde que eras niño: "No entregues tu espíritu al mundo". Mírate ahora todo trasparente, vacío. ¡Ah que mi nieto, no se le quita lo pendejo!
Don Simeón para entonces ya había muerto; en las proximerías del viaje de la huesuda, aunque el espíritu era fuerte, el cuerpo no dio para más y en lugar de andar dando lástima (porque ni cómo meterlo en un asilo de ancianos, esos no existían ni en la mente de las familias más forradas), se sentó a descansar para siempre y como mariposa naciente, el espíritu dejó el capullo para que se lo comieran los gusanos. Ahora se encontraba de visita con el nieto que andaba en apuros. Pero eso sí, el abuelo aún conservaba su porte de brujo suriano. Don Simeón fue el de mayor poder allá en Pachivias rumbo a Ixcateopan, tierra de brujos y brujas con casas de ventanas y puertas cerradas día y noche; tierra de héroes, matones y machos de a de veras, de los buenos no mamadas; generales insignes y políticos corruptos, indios de la historia oficial y de los que ni para comer les alcanza el salario (o sea, a todos los mexicanos excepto a las cien familias del poder económico). Él era el brujo de las multitudes: los clientes venían de Iguala, de Tierra Caliente, de las dos costas, de aquí y de allá, a pedir sus consejos, brujerías y medicinas; no había quién se le escapara sin cura o si el caso lo ameritaba, con enfermedad. También tenía sus momentos de debilidad disneyliana: por sus magias y conjuros, más de cuatro soldados cogelones, de los del cuartel de infantería, se convirtieron en zapos. Iguales de borrachos y verdes a los del comercial de Budweiser. ¿A lo mejor son los mismos...?, no, no puede ser, aquéllos no sabían croar en inglés.
—La primera noche que instalé la computadora, mandé cerca de cien mensajes en e-mail y otro tanto en el fax; faxeé y faxeé hasta que no quedó blanco en los paquetes. Esa noche no pude conciliar el sueño. Me sentía tan adolorido y agotado que los mismos pensamientos me pesaban y se arremolinaban para salir a borbotones por los ojos, y así pues nomás no se puede, digo... Luego, a la mañana siguiente, allá en la carretera, ¡ahí la tenías!: la del Thunderbird y de la mirada cautivadora. Me mostró un cartel con su número de teléfono celular y allí mismo me la marqué a diez millas por hora. Hablamos por lo menos diez minutos. Noté que ya no me miraba, sólo hablaba por el teléfono.
—Ya estaba palideciendo tu aura, que es lo que le había atraído de ti al principio. Posiblemente era bruja de las del Valley of the Sun Club.
—...
—Whatever. Después de hablar con ella sentía como si hubiera flagelado cinco veces seguidas sin retirada. Tuve que orillarme al acotamiento, y luego a la cuneta, para no causar un accidente. Allí me quedé como Lázaro cuando recién resucitado: medio pendejo, hasta que pude reunir fuerzas y continuar mi camino al trabajo. ¡La hubieras visto! ¡Pinche vieja, se colgaba del celular en un éxtasis de poca madre, y a mí ni me pelaba!
—Tú ya no existías, eras otro cuerpo más, una caja de carne pestilente, tu espíritu fluía por el aire dejándote sin miel y sin jícara.
—Nunca lo conocí de filósofo, abuelo.
—Por lo pronto ya te medio chingaste.
—¿Pero cómo pasó eso?
—Tú lo debes saber. ¿Qué hiciste en la tienda?
—Pos entré y me fui directo al customer service. Pedí crédito. El que me atendió, con cara de Iamveryniceguy, me pidió mi número de SS y después de ponerlo en la computadora sacó un listado así de largo que decía que "you have a very good credit, Sir", o sea que sí me fiaban lo que se me antojara.
—Si le hubieras dicho que tú podías pagar desde el principio, sin que usara la máquina, no te habría hecho caso. Le creyó más a la máquina que lo que hubiera creído a tu palabra. No debiste haber aceptado nada. Un Montes no se debe rebajar a que duden de él.
—El mundo ha cambiado, abuelo. Ya no es aquél que Usted conocía en Guerrero. Ahora todo es por computadora, por medios electrónicos, hemos adelantado mucho.
—"¿Hemos?" Eso me suena a manifestación de sindicato blanco. Pa’cabar pronto: aquí no ha cambiado nada, es la misma tortilla pero chamuscada; antes el espíritu mismo se movía por el espacio, pero siempre volvía a ti. Ahora no; por eso están como están, bola de pendejos, le tienen más fe a esas cajas de alambres. Bien se pueden mentar la madre electrónicamente y todos muy contentos: no problemo.
—Bueno, ya me jodí, pero ahora..., ¿qué hago?
—Si quieres mantener el poco espíritu que te queda, debes mostrar una resistencia constante contra el mundo. Cada vez que uses uno de esos cachivaches, necesitas estar consciente de lo que es: sólo una herramienta, como lo es una cuchara para sacar los frijoles de la olla, no más. Concéntrate en tus entrañas, debajo de tu ombligo, y no permitas que salga el fluido eterno si no quieres convertirte como los demás, en un mamarracho de la tecnología, ya que sin ella no son nada. Ten en cuenta que lo que vale es lo que tienes dentro y lo que sacas por esas tripas y teclados es parte de ti, parte de tu alma, cada vez que usas ese e-maile, fase o cómo se llame, un poco o un mucho de ti se va por ahí; ¡buzo caperuzo! ¡piense con la maceta no sea burro!, en un descuido se puede ir toda tu energía al resumidero y no habrá nada ni nadie que te la reponga. No tienes por qué creerme, que tu experiencia sea tu maestra. Mira a tu alrededor y ve a los demás: cuando hablas con ellos te miran a los ojos (si es que te miran, o si no te ignoran) en constante duda, pero se sientan en frente de esa caja y se anonadan. De ti depende.
—Usted siempre tan conservador, abuelo.
—Extremista quizá, pero no pendejo; por eso viví mis 118 abriles y mírame, todavía me queda vuelo para aconsejar tapados.
—Pues ahora ya. ¿Qué debo hacer?
—Por lo pronto rézale siete días seguidos a San Bitor, patrono de las causas del Internet. Al paralelo, durante los siete días, ponte unas lavativas de a litro de café de la montaña, sin azúcar. A cada litro de café le pones el jugo de siete limones verdes sin las semillas. Durante estos días no deberás comer más que morisqueta sin sal y sólo una vez al día, lo suficiente para siete bocados, no cocines más ya que no puedes comer del arroz que ta haya sobrado el día anterior; nada de comer pan o tortilla. En el último de los siete días, temprano, saliendo el sol y completamente desnudo, haces el saludo al astro rey y luego te sientas de cara al norte. Con esta banda azul, te cubres los ojos y oídos por siete minutos o hasta que cuentes 420, no pienses en nada más que en los números que cuentas, o en su defecto, concéntrate en el punto medio entre tus ojos. Te quitas la banda y todavía de cara al norte, recitas las siete letanías que aquí te dejo. No las leas hasta ese mismo instante, de otra forma quedarán sin efecto.
—Y Usted, ¿Ya se va?
—Nunca me he ido, sólo que nadie me ve.