Jorge Majfud
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VICTORIA DE LA LUNA










El sábado 23 de junio (tres días antes de la tragedia de Ezeiza), la vi por última vez. La estuve espiando desde que llegó a la casona en taxi, con una carpeta debajo del brazo y la cámara de fotos colgada de un hombro. Se había quedado parada en la entrada, mirando al suelo, sin saber qué hacer. Luego sí, entró, buscó un detalle en el muro, acomodó el ocular de la cámara y se quedó pensativa. El muro decía, desde hacía años: Yankees go home -MLN Tupamaros. Estuvo algún tiempo sentada en los escalones de entrada dibujando y haciendo apuntes al pie. No había nadie en la casilla del sereno; se podía ver a través del vidrio sucio. Pero había vuelto. Había restos de fuego reciente en la entrada, una caldera de lata quemada lo identificaba: el guardián había pasado de mísero asalariado a mísero, a secas.

Volvía a esa incomprensible tarea (según Raúl) de sacar fotos y más fotos. ¿Y dónde estaba Raúl? No me lo imaginaba dejándola sola a esta hora de la tarde, su dueño celoso. Reconozco que yo mismo tuve celos por ella, como cuando la veía fresqueando con alguno de sus compañeros de facultad, o cuando golpeé al tipo del barrio Reus porque le respiró en la nuca mientras fingía ayudarla con una cerradura. En cambio, no podía sentir celos de Raúl. Por el contrario, lo sentía mi aliado. Raúl debía impedir que se acercara a otros; ella no podía tomarle el pelo como a un idiota; etcétera. ¿A qué se debía esto? En aquel momento sólo sentía fastidio por una actitud suya que no comprendía. Volvía a fotografiar el patio desde una ventana. Dos, tres veces. Ella buscaba (me lo había dicho antes) aquel ángulo que pudiera sintetizar, como en una fórmula alquímica, la eternidad de las cosas inmóviles y yo le sugerí buscar en lo efímero: unas olas diluyéndose en la playa, una mesa con gente. "Qué sublime es el vértigo de la eternidad —decía—, pero sería insoportable vivir sin esa grandeza que promete la muerte".

La luz del atardecer se fue hechizando y sólo se escuchaba el chifhric de su cámara perdiéndose entre las paredes, multiplicándose tímidamente en los salones. Aún no había oscurecido del todo cuando subió las escaleras; despacio, haciendo crujir cada escalón como si arrastrara un gran peso. Por el balcón de su cuarto entraba una luz rojiza. Las luces de la calle comenzaron a encenderse, decretando el comienzo oficial de la noche. Sacó un pequeño cuchillo de su cartera y se quedó estudiándolo con cuidado. Parecía una estatua. Recordé que ese cuchillo había sido el regalo de un peón de la estancia de su abuelo, en Tacuarembó, que cuando lo recibió no pudo ocultar su alegría por el gesto de aquel hombre rudo y que dio un beso y corrió a mostrárselo a todos. Y que todos lo encontraron muy bonito (tenía unas rosas grabadas en el mango), pero le advirtieron de lo peligroso que era. Una niña no puede andar jugando con eso. Entonces ya era tan hermosa que cualquiera podía adivinar un mundo a sus pies. También recordé, en ese instante, con miedo, que la abuela le hacía una trenza con el pelo que le llegaba a la cintura.

Había levantado el cuchillo del suelo cuando el sereno entró al patio. Estuvo un momento en la casilla y luego salió para hacer fuego. Quizá fue en este momento que ella advirtió su presencia. Imposible determinarlo por sus gestos indiferentes. Guardó el cuchillo y bajó las escaleras con algún apuro. Iba a salir, pero la presencia del hombre la detuvo esta vez. No debió verla; estaba de espaldas controlando el hilito de humo. Volvió a subir y se quedó espiándolo por una ventana. El hombre estaba acomodando los grifos robados de la casa junto con otros objetos de mediano valor. Los seleccionaba y los ponía en una bolsa al lado de la casilla. No la había visto. Pero tampoco pudo evitar los nervios. ¿Y si volvía a la casa por algo más? El sereno estaba fumando y miraba hacia la casa. Corrió a esconderse detrás de una puerta. Sostenía el cuchillo como si pesara varios Kilos. Era posible que la hubiese visto en la ventana del balcón. No debió ponerse allí. Y si la descubría, cómo se justificaría? Para justificar un absurdo nada mejor que usar la misma "lógica del absurdo". Dar una respuesta daliliana; por qué lo relojes son blandos? Dalí: blandos o no, lo que importa es que den la hora exacta. Sí, es posible. Pero a una mujer no le está permitido hacerse pasar por loca. Por eso, no salió de la casa. Prefirió esperar a que se fuese o, en el peor de los casos, a que amaneciera.

Esto último fue lo que ocurrió. Qué cosas pasaron por su cabeza? Caminaba como una sombra, evitando las manchas de luna proyectadas sobre el piso. El viejo piso de madera la traicionaba a veces: crujía, entonces se detenía petrificada. Se escuchaba el sonido agudo del flash, sonido de mosquito en medio de una pesadilla. Cargaba el flash como quien carga un revólver. Sólo después de una pausa prolongada seguía recorriendo las habitaciones. Volvió a la que había sido suya, se sentó en el sillón y se quedó mirando a través del espejo.
 

Cada objeto conozco de este viejo
edificio: las láminas de mica
sobre esa piedra gris que se duplica
continuamente en el borroso espejo.
 

Probaba la dureza del cuchillo en una mano. La vez que Raúl le insinuó al sereno que se estaba robando los grifos, el sereno la miró a ella. Su mirada había sido de reproche. ¿Por qué a ella? Tal vez no soportaba la mirada sobradora de Raúl. Le temblaban los labios gruesos y los apretaba con rabia. No decía nada; se daba media vuelta y se iba escupiendo en secreto alguna mala palabra. Una vez le preguntó a Victoria si trabajaba para la empresa constructora. "No...", contestó ella, titubeante. Se había quedado mirándolo con una timidez incomprensible. Buscaba qué decirle. Lo miró a los ojos, a los zapatos rotos y finalmente a una planta contra el muro. Cada día alimentaba las fantasías del sereno. Ella debía saberlo y por eso cada vez que se cruzaba con él apenas lo saludaba. Pero no es lo mismo la indiferencia auténtica, distraída, que el intento de demostrarla. Se enojaba con ella misma. "No lo puedo ver —decía—; con esa cara de baboso". Otra vez, saliendo apurada de la casa para evitarlo, se le cayó la carpeta con los dibujos. El sereno corrió hasta alcanzarle una por una las hojas caídas. "Voy a enrojecer —pensó agitada—, y pensará que lo ando buscando". Terminaba de pensarlo cuando algo adentro suyo la traicionaba de nuevo. Sus mejillas ardieron y la humedad acudió a sus ojos. Juró no volver más. Pero después el sereno desapareció...

Ahora estaba allí abajo, fumando. Ella sacaba el reloj a la luz y miraba: eran las doce, las dos, las dos y cuarto, las dos y dieciséis. Cada tanto la vencía el sueño y apoyaba la cabeza sobre un brazo. Cerraba los ojos con esfuerzo hasta que, de a poco, iban surgiendo en su rostro las expresiones de una pesadilla. Cuando esto ocurría con mayor intensidad despertaba súbitamente, agitada. Gotas de sudor bajaban hasta sus labios.

—¿Quién anda ahí? —dijo, levantándose. Su voz, temblorosa, sonó como lo único real que había sucedido en toda la noche.

Salió hacia la oscuridad de los pasillos, con el cuchillo en la mano.

¿Quién anda ahí? —volvió a preguntar, esta vez más agitada. Debió darse cuenta del error que había cometido, porque bajó corriendo a la cocina y después al sótano. Estuvo un largo tiempo escondida detrás de unos muebles viejos. Desde allí se podían escuchar hasta los más mínimos ruidos que se producían en los salones y hasta en las habitaciones de arriba. Los pasos del sereno se repetían con lentitud por todas partes. Cuando se abrió la puerta del sótano, una luz pálida y casi irreal bajó por los escalones hasta donde estaba ella, de espaldas, desnuda y brillando de sudor. Su pecho subía y bajaba con fuerza.
 
 

El antiguo estupor de la elegía
me abruma cuando pienso en esa casa
y no comprendo cómo el tiempo pasa
yo, que soy tiempo y sangre y agonía.
 



Algunos datos biográficos de Jorge Majfud:

Jorge Majfud nació en la ciudad de Tacuarembó, Uruguay, en 1969. Es arquitecto y allí reside. Ha publicado Hacia qué patrias del silencio (memorias de un desaparecido), novela editada en 1996 por Editorial Graffiti de Montevideo y, más recientemente, Crítica de la pasión pura, libro de ensayos editado por el mismo sello editorial.

Address: Juan Ortiz 328 / Tacuarembó / Uruguay
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http://www.americadelsur.com/letralia/60/le05-060.htm
http://www.arrakis.es/~luislj/nov98/critica.htm
http://www.arrakis.es/~luislj/ago98/hacia.htm
http://club.idecnet.com/~kaosjsi/cuentos/dic98/laley.htm
http://www.aodweb.com/aod/index.htm



 

Regreso a la página de Argos 10/ Narrativa