José Enrique Escardo Steck
madswan@cyberdude.com
 
 
 

EL DESEO DE QUE FUESE







Ella estudia el último año de psicología y me aconsejó que piense en la primavera. Que me concentrara en ver cómo las hojas crecen y se ponen verdes, reflejando el Sol -que en mi ciudad se ve cada vez menos-. Allá los pájaros -palomas grises con graciosas sombras azules alrededor de los ojitos negros y unos pajaritos saltarines con cresta marrón- se bañan en las caídas de agua artificiales de ese parque que no tiene más de treinta centímetros de parches de pasto pegados encima de un estacionamiento caro y asfixiante de cuatro niveles.

Que me fijara en la primavera, estación tan hipócrita y jojolete que te prepara, como vendedor de relojes usados, para meses de sopor, correrías y negaciones. Bien intencionada tal vez, quizás insegura, me pidió que pensara en la primavera y me inspirara para seguir viviendo. Sobreviviendo, interpreté.

 Su mundo es diferente al mío. A ella le gusta el calor, el color y los viajes largos con mochilón y cantimplora a cualquier punta de cerro, con tal de que sea lejos de su ciudad. Para mí, el placer es diferente. Una ciudad estilo europeo, fría y lluviosa, con ardillas corriendo a esconderse entre los árboles inclinados, adormiladitos, despreocupados, con troncos hechos de plata y hojas como láminas de cáscara de oro. Nada de corazones con nombres en los troncos, caquita blanca de pájaro nomás. Lluvia de diluvio, tanta que no le permita a las hormigas caminar por las veredas por temor a morir en tal bombardeo ni a los caballos de la guardia nacional olfatear mi rastro. Lluvia de gotas grandes, de esas que le quitan la oportunidad de trabajo a los barrenderos de la municipalidad y los hace bostezar detrás de sus mascarillas mientras sacan su periódico de ayer del bolsillo, donde también guardan una que otra cosita o monedita que se encontraron barriendo el otro día, cuando no había llovido. Lluvia gestaltiana y ruidosa que opaca los intentos de los charlatanes que se paran en contadas esquinas -debajo de sus paraguas o plásticos baratos- a asesinar sus gargantas y a rematar a dos por una las basuras que se encontraron tiradas en la puerta de alguna casona sin timbre, con manija de león dorado de 1794.

 Su mundo es claro, transparente, ordenado, principista, autocastigador. Hasta sus arranques de locura son medidos, calmados, prefijados. Pero ella no es tan cristalina como parece o como cree, tal vez sí en la expresión de sus sentimientos o estados de ánimo momentáneos. Sus verdaderas intenciones son misteriosas y variables, tanto que parece que ni ella misma puede descifrarse.

 Me aconseja de acuerdo a su punto de vista. Conoce otros por referencia, nada más. Así como yo conozco el mundo de la magia negra por lo que leí en esos comentarios de escritos post-medievales publicados en Argentina que me compré por internet.

 Siempre come a la misma hora, suma y resta sus calorías, se pesa cada dos días sin falta y muere por ir al gimnasio para aliviar la tensión creada por su incapacidad para desinvolucrarse de los problemas de sus primeros pacientes, con los que practica. Dice que eso no lo va a aprender en la universidad, ni tampoco en la vida, pero que como el gimnasio es muy caro, sólo sale a correr por el vecindario y se roba media horita la bicicleta estática que su papá nunca usa, pero que engrasa cada fin de semana.

 Con una sonrisa que le hacía pronunciar la "s" con esfuerzo y disfuerzo, me había contado que hizo un convenio al estilo cura confesor con un profesor unos años mayor que ella. Pactaron que cada vez que se sintiera sobrecargada, ella podría recurrir a él sin tener que pagarle. Me comentó el otro sábado, en una de nuestras conversaciones telefónicas (de esas que se prolongan por dos horas o más, en las que hablamos de todo un poco y quedamos callados muchas veces  sólo queriendo saber que estamos uno a cada lado del cable telefónico con deseos de no colgar), que su profesor era muy centrado y que la ayudaba mucho, pero que había un pequeño problema, el cual
no me quiso revelar sino hasta esta tarde.

 Anteayer, la tensión y la confusión le producían dolor en el estómago y le cortaban el sueño -nunca antes había sido incapaz de dormir-. Le sobrevino la urgencia de ir a verlo a su departamento. La confianza entre ellos es tan grande que, al no obtener respuesta, después de tocar tres veces al timbre, entró usando la llave que él se había olvidado en la última dinámica de grupo. Lo encontró profundamente dormido. Entre sueños, se molestó un poco de que ella lo viera desparramado en su cama y usando ese pantaloncito -simpático, pensó ella- del gato Silvestre. Sonrojada, se miró las botas que le llegaban a la rodilla y que le ocasionaban dificultad para rascarse las pantorrillas, le pidió disculpas y se dispuso a salir del cuarto, a pesar de que, en medio de esa incomodidad, se sentía tan cerca a él y segura, como uno se siente cuando cree estar en el lugar exacto en el instante correcto. No había problema. Total, para eso están los amigos, dijo él, casi como una letanía ritual. Le sirvió algo para tomar y se puso una bata delgada, no de seda, pero muy bonita (definitivamente más sobria que el pantalón del gato). En realidad la palabra no era sobria, me confesó jugando con el anillo de la mano a la que ella llamaba "la hippie"... era sensual. Le habló de sus prácticas, de su última visita a la "casa de locos" -como yo le digo- y tomó bastante de lo que él le había servido, que no era licor, pero que sabía delicioso en el vaso en que él siempre tomaba sus bebidas. Lloró, siempre lloraba, pero esta vez porque no quería decirle que hacía semanas sentía que se iba enamorando de él a la velocidad del dolor que no se cura.

 El se dio cuenta de todo sin que ella tuviera que decírselo, había estado sintiendo lo mismo. Tomó con ternura esa mano que a él le gustaba tanto y que miraba de reojo en clase cuando dictaba algún tema que alargaba para verla escribiendo. Le alcanzó una toallita de papel mentolado que tenía en el bolsillo de la bata. Ella se puso más que nerviosa. "Piensa en la primavera", le dijo a su corazón, cuya velocidad había derrotado a su deseo de salir corriendo de allí. "¡No, mejor en el otoño!". Sonrió mientras recordó ese deseo de cambio de estación que podría haberla salvado de un futuro lleno de amor pero no de la inseguridad de tenerlo por poco tiempo. El acarició su sonrojado y tembloroso rostro. La miró a los ojos. Esos lindos ojos pardos claros que cuando reflejan el Sol se vuelven verdes y cuyos iris están enmarcados por una aureola oscura, muralla mal ubicada que, en vez de esconder sus sentimientos, son una puerta dulce a la claridad de su alma.

 Le temblaban las piernas, las manos, y lo peor de todo -porque se le notaba y no había forma de controlarlo- los bordes de los labios y los huequitos en sus ligeramente avergonzadas mejillas. Se arreglaba el cabello desordenado sin éxito alguno, ese mechón siempre le caía sobre la cara. Era gracioso, pensé. Me había dado cuenta de cómo la mayoría de mujeres se cubren el rostro con el cabello cuando están nerviosas, pero ella aclara su frente y sus orejas -que se ponen rojas como si alguien la estuviera criticando en algún lugar lejano-. Seguro que con él se puso así y pude imaginármela. Sonreí mientras me lo contó. Se asustó, creyó que me estaba burlando -siempre piensa exactamente lo opuesto a lo que quiero decir-. Casi no sigue con su historia, pero la convencí de su alucinación (me demoró como 10 minutos lograrlo), y continuó.

 Regresó a su mano y la acarició con los labios, dedo por dedo, haciéndola temblar de placer -un placer que nunca antes había sentido y que la sumió en el más grande de los temores-. El notó su excitación y empezó a subir por la parte interna de su antebrazo, hasta llegar a la altura del codo, allí fue cuando ella se sobresaltó y casi retira el brazo. La retuvo con ternura y prosiguió con pausa hasta su hombro. El le confesó que nunca antes había acariciado así a una mujer. Parecía  tan hábil, logrando que ella temblara y cerrara sus ojos al ser siquiera ligeramente tocada por él, que ella no le creyó. Tal vez nunca le creería. No pronunciaron una sola palabra durante
quince minutos. Se dejó llevar, mezclándose estos nuevos placeres con el temor a lo desconocido. Cada vez que ella quería decir algo, su voz se volvía un gemido sordo en el cual querían sobrevivir algunas vocales o consonantes que se arriesgaban a abrazarse pero que, pronto, sucumbían.

 Besó su cuello con el borde interior de los labios y ella casi se desvanece en sus brazos. La conozco tan bien que casi puedo imaginarme toda la escena. Los ojos entreabiertos, las pestañas agitándose al ritmo de sus temblores esporádicos, la cabeza recostada en su propio éxtasis, hacia atrás. Me insistió que no pudo dejar de temblar hasta que salió del auto que la llevó a su casa.

 Apagó la música para que ella no dejara de prestarle atención a sus susurros. Se rió, asegurándome con los ojos cerrados que nada podría distraerla de él en ese momento. Temió que él fuera como otros hombres, que de inmediato iría a tocar sus pechos o a desvestirla para abalanzarse a un sexo radical y casi instintivo. Pero la forma en que él la acariciaba la hacía sentir terror a tanta seguridad y confianza. Se dejó llevar y estaba dispuesta a todo lo posible, pero él no quiso adelantarse y prefirió tomarlo con calma. No era estrategia, sino respeto a los nervios que ambos sentían ya la amistad que habían desarrollado, que nunca quisieran perder. En medio de la confusión y las erupciones de sus temblores, notó, por su delicado trato, que él quería darle a entender que quería empezar algo que durara. Además, bastó con esas caricias para que ella saliera de esa casa descubriendo que tenía más piel, más nervios y más excitación que lo que siquiera había pensado tener. Se sintió feliz de que él haya sido quien le revelara esas sensaciones.

 "Piensa en la primavera", me dijo cuando le pedí ser su pareja, antes de que me contara toda esta historia. Es que para ella esa fue su primavera, y se veía que el florecimiento que experimentó la marcaría por mucho tiempo. Me dijo que no sabía qué pasaría mañana, ni dos días después, pero que valía la pena, porque cualquier cosa que pasara con él sería de las cosas más lindas de su vida. Y ella sentía que para él también lo sería. Durase lo que durase y pasase lo que pasase.
 

07 dic 98

 
 
 Regreso a la página de Argos 10/ Narrativa