Antonio Bou
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EL TÍO PEYÍN
 
 

Antonio Bou, "El tío Peyín"
Dibujo a lápiz y pastel fotografiado
con un filtro azul (ampliación original 5"x7")










¿Que una cosa la libertad y otra el libertinaje? Záfese pa'llá, no me arrepuje el pasamanos que no me chupo el cuento. Si hay que matar se mata, pero eso sí, que matemos todos y nos vayamos a disfrutar de la vida eterna todos juntos, y sin hacer fila. ¿Filas? Ni que el mundo fuera la PRERA. Dios, que se dice lo mejor de lo mejor, se inventó los huracanes y los terremotos, y ay del que diga que como castigo. Y también creó el fuego eterno, las pailas chirriantes a donde acaba más de la mitad del mundo no por culpa del Santo Padre, quien las construyó para darle calor eterno a la humanidad, sino por la imperturbable mamagea de muchos, que se debe no a la falta sino al no uso del par de cojones que Dios le dio a cada cual. ¡Cría! El Todopoderoso pedía cría. No me venga usted con el pecado de Adán. Eso no se lo cree nadie, ni borracho. ¡Vaise pal...!

El Omnisciente buscaba otra cosa. Se regresó a su laboratorio a ver si había equivocado en algo la fórmula ideal de los testículos, aquellas cabecitas perfectas de cuya invención se enorgullecía más que de cualquier otra magnificencia suya. Todo bien. Todo por la maceta. ¡Hay que joderse! El fallo debe de estar en otra parte. El Padre Eterno se mesaba las barbas buscando un error inexistente en la operación de aquella creación perfecta.

Y el huelerresinas de Adán en vez de agarrar el machete y talar el paraíso sin cogerle pena a nadie, en vez de destruir aquella selva después de comerse cuanta fruta le apeteciese, en vez de preñar quinientas veces quinientas a Eva, que para algo se la dieron (con lo que hubiera conseguido al menos una prole de 250,000 almas, cancelando natimuertos con partos múltiples), en vez de inventarse a su vez como digno hijo de su padre algo al menos con la fuerza y la gracia de un bulldozer, y crecerse como jardinero terrible de la tierra, se dedicó a otros asuntos bastante estúpidos como a formar bandos de sus hijos e injustamente enseñarles unas cosas a uno y otras al otro, y no las mismas. A Caín lo criaba bastante bien, eso pensaba, adiestrándolo en la dulce violencia regeneradora del ciclón y el sismo telúrico, fuerzas que limpian drásticamente el planeta para que retoñen plantas y broten nutrientes no carcinógenos de las cenizas, alimentación imprescindible para aquel hombre con cría, la criatura que soñó el Creador.

¡Ah, pero allá va Adán y se pone pendejo! O se aperpleja filósofo, que no hay mucha diferencia. Y salió mal Abelín que no salió maricón por divina grandeza, y que conste que los maricones también los hizo Dios y, si de los Wilson, no hacen sino cumplir con elevados designios. A Adán le dio con que no se podía esto ni aquello, con que si aquel arbolito, con que si frutas prohibidas y otros embelecos, con que si la virtud y el pecado, con que si hay que sembrar para recoger, con que si la agricultura y el trabajo honrado y el sudor de la frente y lo tuyo, tuyo, y lo mío, mío.

Pero ya sabe usted, con gafas o sin ellas, que cuando pasa un muchachito con todo el estupor de sus primaveras encendido, dispuesto a llevarse al mundo por delante, vengan drogas, vengan sustancias, vengan malos hábitos que dicen las vecinas, venga fornicar, venga santa madre de las bellaqueras dispuesta a tumbarse al que se interponga, para impregnarlo con espermatozoides frescos, venga, venga, ahí no pasa sin dudas sino el primigenio rayo del proyecto de luz divina, el mismo que una vez determinó que Adán tuviese cría, supiese ilimitado dar uso al par de cojones para que el mundo corriese sin descarrilarse, para que la descendencia imperara toda sin excepciones, para que nos preñásemos los unos a los otros poblando el mundo de cadetes de la divinidad echando chispas, desfaciendo entuertos, podando al tuco los árboles del bien y del mal que hubiese tenido a bien el mal de ponernos en medio del camino, con lo que no hubiera sido necesario clavar al Cristo. O ni eso, con que no hubiese sido necesario que al Omnipresente se le hubiera tenido que ocurrir mandar al sacrificio a su hijo más querido.

Sepa el lector con seguridad quién habla o a su manera narra, no vayan a confundirse las prístinas ideas e ideologías del servidor escribiente con los soliviantados pareceres del buen Pedro, hermano de Dimas. Este extraño sujeto, por Peyín conocido en sus ambientes, no figura oficialmente, como debe advertirse, entre los fundadores, diseñadores y desarrolladores del casco placentero de la nueva San Juan, relumbrante urbe de gráciles altibajos y buenos aires, comúnmente conocida como Santurce, antes Cangrejos, primitiva colonia de agricultores destituidos, ganaderos sin título, exencomenderos reales, arrimados andaluces de última hora, liberales refugiados suramericanos incondicionales de la corona (aun más aunque sin contarse en tales días entre tantos cubanos exiliados y dominicanos audaces) y esclavos libertos, centro que una vez apuntara urbano en la llamada Revuelta del Diablo, que fue creciendo grosellal bordeado de palmeras, limitado por faldas, mar, lagunas y manglares, en un alto de esos que los que temen a las marejadas y tifones buscan en estos nuevos mundos para asentarse.

Fruto amargo, la grosella, como la esclavitud se deshacía con cuatro o cinco hervores en un manjar de color indeciso, de sabor un algo a melao con canela, un dulce no nacional por pura desidia o por guardado de no serlo secreto sabrá Dios con qué fines. ¡Cuántos fueron únicos Reyes dulces de tantos amelcochados titeritos hijos de lavanderas y otras madres de inútiles, por lo mal cotizados, oficios, pero tan puertorriqueñamente necesarios como un planchado y un zurcido para representar la absoluta bondad del sujeto del boricua ideal autorretrato. ¡Porque está limpio! Tan limpio. Y sale loco de contento a brillar zapatos, brillo, brillo, y a repartir Mundos e Imparciales, esponjas de tintas igualadoras, por las nuevas avenidas desde Miramar a barrio Obrero, Ponce de León, Fernández Juncos, Eduardo Conde, Borinquen, la que al cantar el gran Gautier, fajas embreadas, pistas de toda carrera soberbia de orgullosos civiles ciudadanos.

Un remozado Cangrejos este Santurce joven, no ya rendido ante piratas corsos, franceses de luz borrosa, alemanes proscritos, vagabundos vascos, catalanes furiosos y violentos gallegos ilustrados en las ciencias ocultas del toma y daca, para los mismos y otros sirviendo de alacena, sino renaciente taller de todas las artes, separado de arrabales sin piso firme por la vía y los viaductos de la reforma exprimiente, no libre del fango, donde se acunaban los profesionales del mañana en las sabias cunas de las pródigas y fértiles sirvientas. ¡Oh, nueva función siempre en la bajura, en el arroyo, en el pantano que se arrabaló y terminó llamándose por humillantes recuerdos de visionarias carretas chapoteantes con el cínico apelativo de El Fanguito!

Peyín, aún sin vivirlo lo conoció al Fanguito como a la de su mano. Lo anduvo en el más improcaz proselitismo, buscando adeptos para todas las inciertas causas anarquistas que vacían al mundo, o lo pretenden, de informales injusticias y disparidades, de ridículos distingos que Adán sembró en sus hijos como siembra el demonio la mala simiente. Por frecuentar tales inhóspitos lugares yendo de umbral a umbral recogiendo consultas, registrando en su libro de apuntes cornucopias de muerte con pesares, no para cantar sino para hacer que vibraran los muros y derrumbarlos, así, a su manera sombría de profeta escalante, muerte, muerte, conspiración, enfermedad, conjuro, miseria, destrucción, arrasacontó, amansaguapo, quítate tú para ponerte yo, quítame para desquitarte, irá a parar a donde pararemos todos si insistimos, a la cárcel, al hospital y a la funeraria.

Sobre lo cual Peyín, disertó en su estilo por este redactor nunca antes experimentado, construyendo con sencillo método la que aparenta ser polémica o disputa, como la famosísima del agua y del vino, entre el hospital y la cárcel. Coloquio peregrino que conocerán a su vez, aunque al menos en parte, para y perifraseado por mi diestra inhábil de transcritor. Pues, dijo Peyín más o menos muy cervantino, que en la cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y todo ruido su triste habitación, se está mejor que en el hospital. Tomemos por caso los mosquitos, añade, esos que podríamos calificar de infames a no ser por ser avisadores oportunos de las charcas infectas del mal aire donde a caer nos dirigiríamos seguros a faltar el efecto previsor de la piquiña causada por las picaduras de los zumbantes, los que por no dejar de ser aviso para resguardar la salud y por extensión la vida, zumban antes de picar y yo me cago en el dengue y en la malaria.

El hospital está plagado de jeringas e inyecciones silenciosas que atacan sin previo aviso intramusculares o intravenosas con el fraudulento objetivo de sanar males que ellas mismas ocasionan, dolores que provocan y angustias que en el mejor de los casos nacieron ya inyectadas en nuestras débiles siques desde tiempos de los primeros padres. Los mosquitos te cierran el paso a la patogénica concentración maléfica de la podrida charca, pero los pinchazos de las despiadadas agujas médicas te abren el camino a la incubadora maligna de los gérmenes ponzoñosos resguardados por la clínica asepsia, amontonadas sus múltiples cepas y variantes todas en un mismo lugar donde domina incoloro el blanco luminoso y cegador concéntrico de la no vida.

Deambulan por los panópticos corredores de presidios y cárceles los expertos conocedores plenos de la vigilancia y el castigo, foucaltinió Peyín, con sofisticados instrumentos de torturas, con alucinantes ritmos dispares que en sí mismos aleccionan para un mundo de lucha sin fronteras, de sálvese el que pueda para salvarnos a todos, con inquisidores proyectos de sanación originaria. ¡Oh cárcel, zahumerio e incensario de las flores secas de la juventud creada por Dios para interceptarse mutua en sus primarios órdenes perfumados, la gardenia, la tuberosa, el retorcido loto del acuífero! La cárcel, prosiguió doctoral y asertórico el tío de Imanolito, monta y suma lo que la gran moneda pisada por la otra y por la otra y por la otra cada vez más pequeña, dispuesta a girar sobre un eje invisible, ordenada, firme, todo menos veleta al viento, organización creadora de masas desintoxicadas de los ritos adánicos cainabélicos, forjadora y obediente de la ley del silencio, dispuesta a reventar de autofagia como vejiga gigante llena del vino de la absolución, del perdón y la mística carrera hacia el infinito.

La cárcel no se pinta pozo sin fondo, túnel sin final, que se va reduciendo hasta la nada, noche oscura, callejuela negra sin luz y sin salida. La cárcel se dibuja teresiano camino de perfeccionamiento donde el reo se coloca en posición ventajosa para la población ingenua que aún así ignominiosa se refrigera en los parques cercados de la discordia disfrazada de paisaje libre y apacible. ¡Oh lugar del pastor! ¡Verde prado de Góngora! Calabozos dulcísimos donde laboran copiosos los mártires como madres que exprimen hasta la última gota de sus resecos pechos. ¿Qué seríamos sin presidios y sin presidiarios, sin cárceles y sin carceleros, sin pájaros y sin jaulas?

Mientras así se registraba en las magnetofónicas, que no de otro modo podía llevarse cuenta del monólogo de Pedro, deberá usted saber que tanto Dimas como su hermano se iniciaron en ese mundo consumidor de la regeneración postparadisiaca de los hijos de Adán. Uno, uno, y el otro, otro, Dimas y Pedro, recorrieron variados caminos similares por un tiempo hasta que la engendradura de la educación venció a la fuerza gentil de la simiente y cada cual a su manera se revolvió y garitó y puso sus bombas, y se conjuró para eliminar coroneles, y marchó para ser masacrado, y dirigió revueltas y disparó en congresos, y pasó sus miserables tardes en cuarteles. Pero uno se hizo menos conspicuo aliándose con los menos conspicuos, consiguiendo un trabajo y haciendo de padre putativo para un niño sagrado que se hundiría en el olvido justo para salvarse y salvar consigo a todos sus hermanos.

No así Pedro que no ganaría más cárceles que hospitales ni más hospitales que cárceles, objeto de abominables experimentos para dar de qué hablar a agresivos fariseos e hipócritas, irradiado de destructivas sales químicas que lo descosieron en burbujas como ampollas que al irse reventando dejarían mancharrones sanguinolentos en las calles para salvarlos a los del otro bando justo al ajusticiarlos y destruirlos. ¡Oh rejas! ¡Oh pájaro enjaulado! ¡Oh muchacho borracho que viola los muros recubiertos de piedrecillas afiladas y se destroza el glande con las astillas de los postes que necesariamente ha violado! ¡Oh niño de los colchones espinosos que se pudrió en Corea con latas de pasteles, y astillas y astillas penetrándole el escroto hasta castrarlo con virginales fuerzas! ¡Ah veterano doncella vestido de kaki, con corazón de púrpura al pecho y la maleta agobiada del regreso repleta de formidables cajas chinas, una dentro de la otra, dentro de la otra... yo soy boricua, mi patria es Puerto Rico.

Pueblo heroico. Nuevo Nueva York desenfrenado. Cópula desgarradora de Agrón capa de muerte con Marc Anthony. Replicantes imberbes de Lucky Luciano no distinguidos por los poderosos. Ricky descuartizado por siete espadas gemelas. ¡Piedad para Olga! ¡Piedad, piedad para Igor y Ednita! Los hijos del hombre de la capa, quebrados, desnutridos, anémicos, espesos de nuevas religiones, en unión severa y deforme, penetración obtusa de fuegos violentos de artificio y el maestro Rafael tilín tilán yo tengo ya la casita.

Dimas, así logró retirarse de tan espantoso camino por nada más que el fiel amor de Celma y el compromiso de la paternidad putativa, ese regalo que dio y le dio a aquel hijo del vate soñado y nacido, esperanza nuestra. Los Reyes Magos, cuenta otra historia, trajeron al niño incienso y mirra que se los lleva el viento, pero el oro, el oro sirvió para establecer una casa fuerte. Hasta su casa fuerte le llegó al pobre Dimas la noticia del sacrificio último de su hermano, y quiso en su santa confusión de nuevo rico guardar al hijo hermoso de esos confines para que disfrutara hasta después de la muerte de lo que se hizo por Pedro con sangre de su sangre. A Imanol no le fue igual, pero, orgulloso una y mil veces de haber nacido en esta tierra tan hermosa, venció el deterioro sanguíneo de los primeros padres y morirá de viejo.
 

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